Levanté la vista. Me decían en casa que caminaba mirando el suelo y por eso me estaba saliendo chepa. Me acerqué. Estaba en el lugar de siempre, quieta, indiferente ante mi presencia. El edificio que antes me parecía bello y acogedor ahora tenía la sequedad de la roca, la dureza de la piedra. Entre sus nueve plantas, se distinguía a lo lejos, en el sexto piso, una luz en el balcón donde estaban la silla y la mesa de mimbre. Una luz encendida. Una luz de esperanza que me hacía imaginar que no estaba solo en la oscuridad de la calle vacía. Pulse el botón del portero, nadie contesto. Siempre pulsaba el botón cuando llegaba a casa pero esta vez tampoco escuché esa voz familiar de antes ¿eres tú? Ahora ya no hay nadie, nunca hay nadie, ni siquiera cuando yo estoy. Todos abandonamos el hogar. Primero fue ella, luego yo, aunque siga viviendo allí. Aquella noche que ella se fue yo también me fui. Aunque siga aquí, en mitad de la noche mirando la luz de un balcón que solo tiene sombras.