Bordeando el parque de San Fernando hay, además del Centro de Salud, cajeros sin jubilados, una tienda de muebles, una agencia de viajes, bares, muchos bares. Aunque prefiero una cafetería que hace esquina y donde me gusta desayunar algunos fines de semana. Se llama Panvira Artesanos. Los propietarios también trabajan un obrador donde hacen pan y dulces. En la cafetería tienen un gran surtido de tostadas, una amplia carta de pan e ingredientes.
Yo siempre pido lo mismo aunque me gusta ver como otros vecinos de mesa, más jóvenes y atrevidos, toman tostadas cuatro quesos, tostadas con aguacates, miel y mil combinaciones más. En el interior tiene colgado cuadros de Pedro de las Heras, un cartón con un dibujo de Toto Estirado, un poema de Manuel Pacheco, un dibujo de Mafalda, y una pequeña librería. Trabajan tres personas. No sé sus nombres, tampoco quién es el dueño. Los tres atienden el negocio como si fuera suyo. Una chica argentina, otra española y un hombre de mediana edad. Nunca los he visto sin mascarilla. La chica argentina llena el bar con su lindo acento de Buenos Aires. La española me llama de usted. El hombre casi siempre está en la cocina, Las mesas tienen dibujos en blanco y negro igual que el suelo, como un tablero de ajedrez distorsionado.
Lo que me gusta de la cafetería es que me rejuvenece. Me veo, con pelo largo y y una barba negra, con otros igual que yo intentando descubrir los secretos de la vida, ellas con jerséis amplios hechos a mano sin sujetador, ni maquillaje. No hace falta pintura de guerra a la edad donde siempre se está en guerra. Parece un “déjà vu” donde en cualquier momento alguien va a entrar con una guitarra y ponerse a cantar canciones de Víctor Jara, Silvio Rodríguez, Paco Ibañez, Pablo Milanes o Jarcha. Un lugar al que solo le sobra la televisión y le faltan algunos de mis amigos de antes, cuando éramos jóvenes e inocentes y queríamos ser poetas.
Uno de esos rincones con” saudade”, que como muchos lugares de Portugal nos traslada a un pasado tan lejano en el tiempo como cercano en la memoria. Una cafetería con encanto donde entran ganas de apagar el móvil y prolongar el desayuno hasta mediodía en una tertulia literaria, o de arte, o atreverse a leer droga dura como el Ulises de Joyce ahora que cumple 100 años.