Es sábado. Sabía que mañana era festivo y que luego llegaría el domingo por la tarde con sus incómodos fantasmas de remordimientos injustificados, aunque hoy solo quiero pensar que es sábado. Me había cepillado los dientes con crema fresca después de utilizar el hilo dental. Me había embadurnado en colonia de baño de Álvarez Gómez para rematar con unas gotas de chanel. Tengo licencia para ponerme toda la colonia y perfume del mundo, después de que el covid hubiera deteriorado mi fino olfato. Luego me puse los mejores trapos del armario, esos que se ajustaban a mi cuerpo mostrando todo el deseo acumulado de meses. Había limpiado los botines con el cepillo, le había dado brillo. Me puse los calcetines de rayas horizontales rojas y negras, olían a suavizante de pino y sándalo de incienso. Se aproximaba la hora mágica de salir de casa para verla, para ver su despedida, para que decenas de cámaras les dijeran adiós con un clip mudo, quedando grabado su color naranja en las retinas y los aparatos. La belleza, la belleza del adiós reflejada en los tramos del agua que todavía resistían como guerreros valientes a la invasión del nenúfar enemigo. Ese momento corto, como un espasmo, como un orgasmo adolescente. Ese momento de éxtasis que dura lo que cada uno quiere que dure y que luego me devuelve a mi lado de la cama para encender un cigarro tendido en silencio mirando el techo, mientras escarbo con mis uñas su piel de mujer. Qué sábados tan diferentes aquellos en los que te busque entre los vasos de la barra y nunca estabas.