Todas las mañana, antes de clarear el día, la veo entrar cajas de frutas para apilarlas unas encima de otras antes de ordenarlas agachándose y levantándose con la flexibilidad y el brío de las mujeres delgadas. La tienda siempre está bien colocada con una mezcla de colores cálidos y fríos en una armoniosa composición dirigida más por la intuición que por las reglas del diseño. La vuelvo a ver cuando voy camino de casa, a la salida de mi trabajo. Ella sigue con la sonrisa que tenía por la mañana después de horas detrás del mostrador despachando, hablando con clientes, con proveedores, haciendo cuentas, escuchando a quien lo necesita. Algunas veces entro y compro pan o fruta, es la hora de los rezagados, esos que dejamos poco beneficio y damos trabajo. Adquirimos cosas sin importancia pero somos recibidos con la misma simpatía como si lleváramos el cesto lleno. Los rezagados hemos terminado la jornada laboral, el día vuela, la vida también. Ella sigue colocando, anotando pedidos, haciendo cuentas, calculando si ha sacado para pagar la electricidad de cámaras encendidas, de impuestos trimestrales, tenerlo todo a punto para la inspección de sanidad, de bomberos, de inspectores de trabajo, el iva trimestral, el irpf anual, para pagar gracias a hombres inteligentes y cultivados que inventaron los impuestos a autónomos para recaudar con el sudor de los demás.
No sé nada de ella. Ni cómo se llama, ni si es de Badajoz. Hace poco no tenía cara, solo unos grandes ojos encima de una mascarilla. Ahora tiene cara, nariz, boca y un pelo negro azabache recogido en un trenza, que yo tardaría en anudar varios días y unas cuidadas uñas largas, cada una de un color, que más de una vez se le romperán, como se le romperá, la ilusión y las ganas de seguir después de años dirigiendo una tienda encajada entre una carnicería, un Carrefur Exprés y próxima a grandes superficies.
No sé a que dedica las tardes, la he oído decir que saca a pasear a dos perros por el campo, también se está sacando el carnet de moto. Aunque seguramente siga con la tienda en la cabeza. En la puerta tiene una pizarra que anuncia chacina de Almendral y pimientos asados que quizás prepare cuando esté en casa descansado, viendo la televisión, seguramente con los pies en alto para reposar las piernas y salvarlas de las varices, quizás cuando llega a casa sigue trabajando cuidando de hijos, marido, padre mayores…
A ningún político le importa la vida de una tendera de barrio que no da ruido ni votos.