Pon escayola, dice el traumatólogo a la enfermera después de ver la radiografía. De pronto estoy sentado en una silla de ruedas en la puerta de urgencias esperando un familiar para recogerme. Desde ese momento me convertí en otra persona, en alguien dependiente de la generosidad de los demás. Entro en casa después de superar con torpes saltos los ocho escalones del portal.
Voy a pasar en un sillón con la pierna escayolada las próximas semanas. Semanas que pasan volando pero que se detienen cuando miras las horas, las medias horas y hasta los minutos. Tengo la suerte de tener cuñados que no cuentan chistes, ni demuestran su sabiduría en navidad y además están cuando los necesitas. Me sacan a la calle en silla de ruedas.
Voy cerca del suelo por la Av/ Damián Tellez, veo los chiches, las colillas, pasan a mi altura los perros; siento los desniveles del terreno; veo al negro grandullón, (no sé si se puede escribir negro), que lleva años por la zona durmiendo en los bancos, escondiendo sus pertenencias en las alcantarillas. Me llevan al bar Victoria. Observo la diversidad de personas que transitan el parque de la estación de autobuses.
En dos semanas he sentido los obstáculos que tiene la ciudad para todas aquellas personas que tienen de movilidad reducida.