El sábado pasado estuve sentado en un velador del paseo de San Francisco. Estaba tan a gusto que pedí un bocata de calamares. La última vez que hice esto, San Francisco era tan familiar para mi que le llamaba San Paco (hace más de 30 años). Entonces el olor dulzón de hachís y pachuli envolvía una atmósfera de inquietudes culturales y políticas. En el ambiente se respiraba un permanente run run, como si fuese a pasar algo aunque luego nunca pasaba nada. Éramos tan jóvenes que en el fondo lo que deseábamos era ligar cara a cara acariciando un cuerpo femenino y no las frías teclas de un ordenador como se hace ahora. Escondíamos cuerpos atléticos dentro de jerséis hechos a mano que con el uso estiraban hasta las rodillas. Esto junto con algún pin del Che, una tupida barba y pelos largos componían la estética de los progres de la época. En nuestro afán por ser únicos íbamos todos uniformados como militares sin graduación.
Algunas tardes la Kaita se sentaba en el umbral del kiosco de la música con su hermano Nene a la guitarra, y se arrancaba con un cante que no era tan apreciado como ahora, pocos distinguían entre tangos y jaleos. En aquella época nos emocionábamos gritando las letras de Jarcha y las de cantautores que contuviera la palabra libertad.