La luz cansada y cansina de las discoteca iluminaba el blanco de camisas y dientes recién cepillados. Los destellos de la bola que colgaba del techo se dividía en mil cristalitos de colores que giraban enloquecidos encima de saltarinas y calenturientas cabezas aun por formar y que dejó a más de uno colgado para siempre en un limbo de pantalones ajustados, brillantina y movimiento sexy vagando entre los imprecisos límites de la cordura la locura y el viejo verde.
Los estudiantes de medicina hacían fiestas en la discoteca Charlot, antiguo cinema España,para pagar el viaje de fin de curso. Los de medicina, junto con los de química, eran expertos en fabricar pócimas excitantes para alcanzar la felicidad y olvidar,durante unas horas, sus ocupadas cabeza con nombres de huesos, músculos y arterias y así curarse de tanta química bioquímica y ultraquímica prescindiendo de las vísceras por un rato para gozar de la carne con dulce sabor a ginebra sudor y deseo.
Los futuros médicos entraban en aquella oscura cavernas junto con profesionales del ligoteo que intentaban pillar para siempre un médico/a que curara definitivamente la melancolía y la economía, cuando el médico tenía prestigio social y la cartera llena antes de convertirse en la diana para resolver la precaria economía de una región que ahora se llama comunidad autónoma o Gobierno de Extremadura.
Estaban los que tenían una barba a lo Ramón y Cajal que llegaban a la noche de luces y colores con el microscopio encendido, mirando con unos ojos aumentados de gafas redondas y gruesas desarrollando eso que luego se llamaría ojo clínico. Unos ojos premiados con la visión de camisetas y pantalones ajustados para prescindir, durante unas horas, de los apuntes escritos a mano que ya iban adquiriendo los trazos ilegibles de lo que más tarde seria la barroca letra de médico.
Aquellos estudiantes de medicina soñaban con llevar para siempre la bata blanca como un tatuaje imposible de borrar en el mundo reducido de hospitales guardias sangre sudor y quirófanos.
Algunos afortunados salían del local buscando la oscuridad de la iglesia de San Agustín para fundir sus cuerpos en tórridos abrazos y besos antes de coger la cuesta abajo que llevaba al río sin preocuparse por el bombeo agitado de sístole y diástoles antes de llegar a ese remanso de paz intimidad y sexo en las frescas y escondidas hierbas de la orilla para volver al día siguiente a iluminarse con la luz del flexo en la habitación de pisos de estudiantes con olor a litrona, sopa de sobre y arroz a la cubana.