No sé si hacía menos calor que ahora o lo soportaba mejor entonces. Los años. Esa pesadez del tiempo que no solo cae sobre nuestros cuerpos enlenteciendo sus movimiento, también en el alma arrastrando recuerdos en noches de vinos y nostalgias.
Aquel día de mediados de Junio sentí la sensación repentina de que me hacía mayor. Terminó el curso. Aprobé todo aunque solo obtuve buena nota en Literatura. El autor de aquel resultado no fui yo. Fue el profesor que tuvo la capacidad de sacar partido de un adolescente alelado. Enrique Segura me inyectó el veneno de las letras. No sé si estar agradecido por ello. Ha sido una carga que he soportado al ser ese tipo diferente, aburrido, que en lugar de decir lo mismo que todos para ser aceptado en el grupo se me escapaba de vez en cuando una frase leída en los libros, una cita del Quijote, o algún ejemplo del Lazarillo, o del Libro del Buen Amor. Era un bicho raro que tenía entre mis entretenimiento la lectura por la que había abandonado cosas importante como el argot juvenil, ese código secreto de palabras inventadas y gestos. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de mi si en lugar de haber tenido aquel profesor de Literatura hubiese sido otro el que me sedujera. Por ejemplo el de Física, el de Química. Quizás en lugar de estar escribiendo estaría ahora con los ojos aumentados por la lente del microscopio intentado descubrir los secretos de las células de la rana, o buscando algo que sirviera para curar el cáncer, o quien sabe si me pondría a buscar la inmortalidad, aunque a eso he llegado demasiado tarde. Tendría que haberla encontrando antes de que muriera mi padre. Él fue el primero en dejarme un poco más solo. A fin de cuentas la literatura y la investigación es lo mismo, soñar.
Aquel último día del curso fuimos unos cuantos de la clase al río Guadiana, al embarcadero. Un lugar que forma parte de mis años de juventud y donde siempre acababa cuándo tenía que celebrar cosas importantes: primer amor, primeros amigos, primeros tragos.
Aquella mañana de Junio, con cinco compañeros que habíamos pasado por las penalidades y alegrías del bachiller, sentados en la hierba de la orilla con unas latas de sardinas que se abrían girando una llave, un pan y dos litro de cerveza que pasaban de mano en mano para beber todos de la misma botella, tuve la sensación de que mi vida iba a cambiar, de que iba a formar parte de ese numeroso club desconocido y aburrido de los adultos. Una nueva etapa en la que tenía que modelar mi vida, darle forma, comenzaba el momento de mudar la piel suave y protegida del niño por la áspera del hombre. Aquel día en el río sentí por primera vez todo el peso del porvenir en mi conciencia rodeado por unos compañeros con la misma inquietudes que yo y que pensábamos en el mañana con igual optimismo que pesimismo. Mirando el agua sentíamos sed de futuro. Uno quería ser banquero, otro arquitecto, profesiones más cercanas a las que conocían en el ambiente familiar que a sus gustos. Cinco vidas iguales que desde ese momento tomarían rutas diferentes . A uno se lo llevó por delante la heroína, otro se hizo maestro, otro médico, Miguel ingeniero y Luis, que no estudió, fue diputado después de pegar muchos carteles. Ahora es director general en una Consejería. Cuándo me ve por la calle me saluda con un fuerte abrazo, aprieta mi espalda con la seguridad que tienen los que viven unos escalones por encima de nosotros.
Recuerdo aquel día igual que aquel año. Fue cuando la conocí. Mi primera novia. Un primer amor para toda la vida que solo duró un verano. Un verano mágico y dulzón de besos y abrazos. Aquello era mejor que todo lo que había leído. Muchos años tuvieron que pasar para darme cuenta que las historias de los libros son mejores que los paralizantes amores románticos.
Por la tarde iba con ella al embarcadero. Fue en uno de aquellos atardeceres naranjas en los que se fundía el sol con la luna y teniendo como único testigo un río de agua clara, cuando di mi primer beso. El beso puro de dos jóvenes enredados en la hierba de la orilla. Aquel fue un momento mitológico en el que me pareció ver emerger del interior del agua un Neptuno de grandes barbas con tridente para guiñarme un ojo de complicidad. Una felicidad que nunca más volví a sentir con esa sensación primeriza de pasión y amor. Porque lo primero siempre fue lo primero aunque lo que estaba por llegar fuese mejor.