Regresaba del trabajo en coche dándole vueltas a la cabeza sobre mi próximo artículo. Quería escribir sobre cosas y costumbres del pasado, quizás emulando a mi admirado Juan Francisco Caro, el columnista de los viernes de este periódico. Pensaba en aquellos años donde comía manzanas en septiembre y tomates en verano. Tomates de los que sabían a tomate y no a plástico. Aquellos años en los que podía pedir una ración de mondongas por la noche y dormir sin dificultad hasta la mañana siguiente. No sabía que era el Almax, desconocía los aparatos de la tensión, ni siquiera sabía que el Hospital Provincial era un Hospital. Aquellos años en los que creía que nunca me iba a cansar de jugar al fútbol igual que hoy pienso que nunca me cansaré de escribir. Aquellos tiempos en los que desconocía las heridas del amor y las ausencias de gente querida. Andaba dándole vueltas a los recuerdos para pergeñar mi columna mientras conducía con el runrum de la radio de fondo. De pronto escuché al padre de VÍctor Díaz, el niño de 5 años que murió atropellado por un autobús. El periodista Evaristo Fernández de Vega escribió a los pocos días una magnífica columna cargada de sentido común y sensibilidad.
Presté atención a la radio. Se trataba de un programa deportivo, ya que quieren poner el nombre del niño al campo de fútbol donde jugaba. El padre leyó una carta al hijo fallecido con el sentimiento angustioso de la perdida. Ese hijo ausente que está tan presente en sus padres y en sus allegados. Una carta que se me agarró al corazón con un grito desgarrador entre sollozos de un padre al que le han quitado una parte de su vida, no puedo escribir aquí su contenido, no me acuerdo, da igual. Acaso hay palabras que puedan describir el dolor ante la perdida de un hijo. El dolor aviva la sensibilidad y encuentra en algunos casos esperanza, pero cuando el dolor es tan intenso no existe respuestas ni consuelo, solo rabia ante el abismo inexplicable de la muerte de un niño. El padre de Víctor me emocionó aquella tarde nublada de febrero. Consiguió sacar mis petrificadas lágrimas y así darme cuenta de la poca importancia que tenía mi artículo en ese momento, ni de que los tomates supiesen a tomate. Sentí la necesidad, casi la obligación, de escribir sobre ello.
Diego Algaba Mansilla