Cojo un paño y empiezo a limpiar el vacío, sacarle brillo a tu ausencia, a este silencio sonoro del viento chocando contra el cristal, el sonido de coches que lo mismo que se acercan se van por la carretera, el tictac de un reloj que no para ni cuando yo paro. Te has ido y te echo de menos, ¿o no? No lo sé.
Quiero escribir este folio sin tu presencia pero te veo en el sillón, en el espejo, en las fotos de encima de la mesa, no quiero verte y te veo dentro de mis ojos. Te has ido y estas ahí, estiro el brazo y mi mano no te toca, pero estás. Y me acuerdo del olor a café con leche, y del Oporto de los domingos a media tarde acompañado con el olor intenso de un cigarro liado con los dedos y pegado con la saliva, y ese sabor fuerte de lo prohibido.
Me pongo a escribir de tu ausencia y acuden los recuerdos: la casa rural, el viaje en coche sin destino, los días de invierno en la playa, el pueblo, aquel vino, aquella plaza, y la iglesia románica, y el cuadro de Velázquez, y Dalí, y su casa de Cadaqués, y ese otro país, y ese otro idioma, y aquella flor, y las risas, y las risas, y las risas.
Me pongo serio para escribir de tu ausencia, y suena la puerta, y entras, y sacas de una bolsa las cosas que has comprado, y me las enseñas, y te pones un vestido por encima, y entras en la habitación, y te cambias de ropa, y luego vas a la cocinas y coges algo, y me pregunta si quiero, y te sientas a mi lado, y me hablas, y enciendes la televisión, y la apagas, y coges tu libro, y lo abres por la señal, y me miras, y sonríes, y empiezas a leer, y me das la mano, y es entonces cuando puedo escribir de la soledad, de tu ausencia sin miedo, sin pena. Estás aquí y mis dedos vuelven a coger ritmo encima del teclado.