Tierra parda, casi negra, recién arada. Tierra que desprende el perfume interior de lo nuevo mezclado con sudor y esfuerzo. Tierras labradas en líneas infinitas y paralelas, un dibujo al que corta la línea del horizonte.
Surcos rectos que llevan a la casa vacía entre pesados terrones. Un árbol seco intenta dar sombra con sus abundantes y desordenadas ramas a la fachada. Un tosco cubo negro atado con una larga cuerda mira desde el brocal del pozo el agua profunda, cada vez más escasa.
Más allá un rebaño de ovejas come hierba ajenas el pastor, que sentado en una piedra escucha una radio pegada a la oreja. Los perros corretean alrededor para que ninguna se pierda.
Las cigüeñas, que ya no se van a África en invierno, buscan ramas para repasar su nido en lo alto del campanario de la iglesia.
A lo lejos, cerca del río, juncos y chopos poblados de pájaros esperan que el tractor remueva de nuevo la tierra para darse un festín cuando salgan a la luz lombrices ciegas.
Más adelante, cuando pasen unos meses. El sol y el agua harán el milagro de convertir la tierra parda, casi negra en un vergel de espinacas baratas y lechugas frescas.