Ya no se ven las grúas que, como molinos de viento gigantes, empequeñecían a compradores asustados. Las grúas giraban con alegría antes de arrasar con la economía. Ahora que ese paisaje metálico, de hierro, sudor y oro, ha desaparecido, desde el balcón de mi casa veo a la que probablemente sea la única grúa que queda ayudando a levantar el edificio más alto de Badajoz. El edificio crece día a día y ya ha superado a su vecino, el Puente Real. La construcción se eleva sobre la ciudad a la que mira orgullosa y altanera y vigila la intimidad de apocadas azoteas. Su objetivo es elevado, como una catedral gótica del dinero. Una fortaleza de hormigón que crece junto al río mostrando su poder en esta orilla y en la otra. Una fortaleza que se ve desde todos los rincones con los ojos inseguros del desempleo y de nóminas reducidas. Por la noche, desde mi ventana, veo sus luces que como una estrella de Belén nos atraen para que nos postremos ante ella y ofrezcamos nuestro oro, nuestro incienso y nuestra mirra.