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Diego Algaba Mansilla

MIGAS CANAS

SAN FRANCISCO

san francisco

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Lo empezamos a frecuentar cuando lo llamaba San Paco, un nombre familiar para restarle solemnidad al respeto que le teníamos. Era el lugar por conquistar. La escuela en la que por primera vez nos sentamos en un velador con amigos y amigas abandonando las tardes de juegos infantiles. Era el primer paso para relacionarnos con el otro sexo. El templo prohibido y sagrado que nos introdujo en un mundo de adultos desde el día en el que nos sentamos por primera vez en los veladores sin protección paterna, siendo nosotros los que teníamos que sacar la cartera para pagar las consumiciones, ese líquido amargo que trago a tragos nos hizo despreciar los sabores infantiles y dulzones.
San Franciso era tan grande a los 18 que había que conquistarlo poco a poco para poder figurar en el meollo del bollo, en el grupo de los modernos: progres y camaradas que se movían con naturalidad entre mesas faldas y panfletos.
Los que eramos jóvenes queríamos ser adultos encendiendo cigarros sin saber fumar, aguantando la tos como un símbolo de falsa madurez que en muchos casos ni siquiera con los años llegó.
El siguiente paso para llegar a aquellos que llamaban “hacerse un hombre” era la mili. Con una cerveza en la mesa y un cigarro entre los dedos, esperábamos el día del sorteo sacando pecho sin importarnos si nos tocaba lejos, Ceuta, Melilla o Canarias, aunque, en el interior, sentíamos envidia por aquellos que tenían los pies planos o cualquier circunstancia que evitara entrar en el bombo verde del ejercito. No molaba ir a dar la vida por la patria a base de barrigazos en cualquier cuartel de una España sin autonomías. Por entonces, España se dividía en regiones que conocíamos con sus provincias y ríos después de haber cantado sus nombres delante de un mapa de España señaladas por el maestro con la palmeta de dar palmetazos. La mili: ese tiempo donde a base de calimocho intentábamos comprender, sin asociar al movimiento surrealista, que en un calabozo estuviera arrestada una bandera o una bicicleta porque alguna mando se había caído de ella en mitad del patio. San Francisco fue empequeñeciendo. Con los años se hacia más manejable y daba menos vértigo, ya dejo de darnos vergüenza bailar las canciones que sonaban en los días de fiestas.
Ahora, con el paso de los años, lejano aquel San Paco, vuelvo a San Francisco y leo la historia de Pizarro pintadas y escritas en el banco mas próximo al edificio de Caja Badajoz y recuerdo aquellos años cuando la palabra banco todavía no era homógrafa para nosotros. Eso era la tan deseada y desconocida madurez, pasar de vivir sin preocupaciones a vivir siempre preocupados. La felicidad consistía en conocer solo el banco de descansar cuando entro en nuestras vidas el otro se empezó a complicar todo.


abril 2013
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