La noche anterior dormí raro, inquieto, una extraña premonición voló sobre mi almohada como un pájaro agorero de malos presagios. A la mañana siguiente, temprano, sonó el teléfono con un tono inquietante, aunque no tenía motivos sabía que era una llamada que no olvidaría. Diego, ven a casa que tu madre esta muy malita. Cuando llegue a casa estaba sentada con el mismo gesto de serenidad y paz que tuvo durante toda su vida, pero con el color gélido de la muerte en su piel. A sus 92 años seguía sin arrugas. La llevamos a la cama de la que desde hacía un año faltaba Narciso, su marido, su compañero de toda la vida, mi padre. A partir de ese 23 de abril empezó para sus cinco hijos la sensación angustiosa de la ausencia. Cuando fueron pasando los días uno empieza a interiorizar que ya nunca volverá a ver su sonrisa, su paz, su serenidad su dulzura, a vivir esa inteligencia innata que hacia que todo lo que estuviera a su alrededor se transformara en agradable haciendo que la vida fuera fácil, sencilla, amable… Nunca he visto en los años de mi vida tanta generosidad en ninguna persona como en mis padres. No sé si se lo contagiaron el uno al otro para que coincidieron dos personalidades únicas. Tampoco sé si es importante que nacieran el mismo día del mismo año.
Mi madre nació en Herrera del Duque, su padre murió joven durante los años de la guerra y posguerra. Mi abuela, Clara, una madre coraje que sacó adelante 4 hijos en años difíciles, una familia capitaneada por una mujer viuda en años en aquellos tiempos difíciles posguerra.
Mi madre se casó con mi padre. Vivieron en Herrera del Duque hasta mi nacimiento, fecha en la que dejaron atrás el pueblo en un viaje sin retorno en busca de un futuro para sus hijos. Siempre pensaron más en el bienestar de los hijos que el propio. En Badajoz vivimos en el campo, en el Vivero de los Rostros próximo al pueblo de colonización de Villafranco del Guadiana. Mi padre era guarda forestal. Aquel vivero era un paraíso para nosotros, un tiempo que todavía recordamos como un sueño, como un cuento con un hada que era Teodora y cinco duendecillos correteando por el campo. Vivíamos felices rodeado de árboles, de animales y sobre todo de un cariño que era suficiente, para ser felices. Casi todo en la vida se puede sustituir con fuerte dosis de amor. Mis padres decidieron venirse a vivir a la ciudad cuando yo empecé a ir a la escuela con el fin de que sus hijos estudiaran, de que tuvieran un porvenir. Ellos sabían que en los libros y el conocimiento residía muchas de las cosas buenas que pudieran pasarnos en la vida y así, entre curso y curso fue transcurriendo su existencia, sin sobresaltos, con el ritmo que le iban marcando los pequeños triunfos de sus hijos y siempre manteniéndose firme en su altruista apoyo de padres entregados a los hijos. no necesitaban nada más que vernos contentos para estar contentos. Quizás ese sea uno de los secretos de haber vivido tantos años, sanox y feliz, ese desapego de todo lo superficial, lo material para disfrutar de los sentimientos.