Solía venir los miércoles cuando Lo veía paseando, unas veces por Conde de Barcelona, otras por la amplia acera de Sinforiano Madroñero, y en ocasiones llegaba hasta el centro de Salud de la Paz. Iba ausente con el recuerdo de una nostalgia que le atenazaba el enjuto cuerpo y hasta el habla, él que había hablado tanto y tan alto en época de siembra y de siega, él que había discutido con vehemencia sobre precios, plagas y podas.
Un día tuvo que dejar su casa pero lo que más aflicción le causo fue dejar la tierra, el campo al que iba a diario desde que fue niño. Ahora las aceitunas de verdeo las coge de un olivo que hay al final de la avenida María Auxiliadora, y ha cambiado los serones por unas bolsas de plástico del Super Sol, Su hijo le trajo a vivir con él a la ciudad, aquel hijo al que un día obligo a estudiar para que no pasase frío en invierno ni calor en verano. El hijo al que un día mandó a la ciudad para que se hiciese un hombre de bien y que ahora enseña matemáticas en un Instituto se casó con Ana, que trabaja de enfermera en el Infanta Cristina. Cuando el “señó” José llegó a la ciudad estuvo bastante tiempo sin salir de casa, porque, aunque nunca lo reconoció, le daba miedo montarse en el ascensor (el miedo es cosa de mujeres, se decía en el pueblo), sentía pánico de meterse en aquel espacio tan reducido pero que era imprescindible utilizar para salir a la calle.
– “Solo tiene usted que apretar el botón donde pone una B grande”, le decía su nuera, para poder bajar los nueve pisos que lo separan de la calle. No lo hizo hasta que pasó más de un mes, no entendía que la calle estuviese más alejada que el borde del umbral y que el campo estuviese más lejos que el fin de la acera, pero un día se decidió a entrar en el cajón y pulsar el botón, y desde entonces baja todas las mañanas. Cuando sale, lo primero que hace es mirar el cielo para pronosticar el tiempo, pero dice que este cielo no es aquel cielo y la nostalgia traslada su pensamiento al pueblo. Dicen que poco a poco va perdiendo la memoria pero todavía se acuerda del “señó” Antonio, del Cura y de Sebastián el manijero, a los que echa de menos; también se acuerda de las gallinas, de la mula y de sus perros Recuerda cómo en las mañanas de los domingos de invierno, le gustaba coger el pan duro que sobraba durante la semana para picarlo con la navaja recién afilada después de frotarla repetidamente contra la piedra, cortaba con la asimetría de las cosas hechas a mano, pero con la similitud de la costumbre, todas las tiras de pan que luego pondría en el caldero, en el aceite de freír los pimientos, el chorizo rojo y la panceta provocando el júbilo entre los suyos, ¡padre ha hecho migas! gritaban los hijos.
Está perdiendo la memoria pero se acuerda mucho de Carmen, su mujer, y de cómo en los días de invierno echaba por las mañanas el brasero, agitando un cartón para que prendiera el picón y hacer las brasas, para que luego por la noche todos se sentaran juntos en la mesa camilla arropados con la faldilla, donde regulaban el calor escarbando con la badila para apartar las cenizas. Ahora en casa de su hijo nadie se sienta alrededor de la la mesa como hacían en el pueblo, la calefacción destina a cada uno un rincón de distintas habitaciones, donde permanecen absortos en la pantalla del ordenador. Mira al hijo cuando éste no le mira, y aunque no se lo haya dicho nunca con palabras, pero muchas con el gesto, el padre se siente orgulloso de él, se siente orgulloso de que tenga un trabajo en el que no pasa frío, ni se le agrietan las manos, y se siente orgulloso de haber podido mandarlo a estudiar a la ciudad. El “señó” José callaba con resignación su descontento por no poder volver a sentir debajo de sus pies los duros terrones de la tierra recién arada, ni dar las zancadas largas con las botas verdes de agua saltando los surcos los días de siembra, ni poder partir la escarcha como un limpio cristal. Aún conservaba la navaja con la que cortaba el chorizo encima del pan al que acompañaba con un tomate que cogía de la mata para comer sentado debajo de la higuera; “estos tomates relucientes de la ciudad no son tomates”, decía.
Su hijo le lleva al pueblo muchos fines de semana, también en vacaciones. Va a la tienda de Alejandrillo para que le cuente las novedades de un pueblo sin novedades y a comprar el jabón casero con el que se lava la cara todas las mañanas como ha hecho en los últimos treinta años. Le entristece los pocos conocidos que van quedando en el pueblo, donde él siente la seguridad de la lentitud y el silencio de lo cotidiano tan contrario a todas las caras anónimas y aceleradas que ve cada mañana en la ciudad. El “señó” José no es capaz de hacerse a la ciudad. Tiene por amigo a un olivo de la avenida María Auxiliadora; junto a él pasa la mañana sentado en un banco de madera mirando los coches y los contenedores de basura de colores que están llenos hasta arriba igual que los camiones de tomates en el mes de julio.
Dicen que está perdiendo la memoria. Según el médico la memoria irá cada vez a menos, y él para vivir lo único que tiene son los recuerdos, así que se agarra a ellos pensando en los días que ayudó a parir a la vaca: recuerda el frescor del rocío en la cara, el color de la tierra recién arada, el olor a limpio de Carmen, su mujer, los domingos por la mañana cuando iban a misa. Dice su nuera que a partir de mañana un hombre ira con él todos los días al parque para acompañarlo.
Sentado en el banco de madera ve cómo los coches pasan a toda velocidad por la carretera mientras piensa que a él solo le queda la lentitud de su memoria para vivir los cada vez más difuminados recuerdos, mientras escucha el permanente sonido de los engranajes de la tierra girar sin compasión.