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Diego Algaba Mansilla

MIGAS CANAS

BOTELLÓN

Antes de llegar al recinto amurallado donde hacían botellón vi a un muchacho de unos 16 años desmadejado en el suelo. Unos metros más adelante dos voluntarios de Cruz Roja llevaban a una niña de 15 años con los pies arrastrando y la mirada perdida. Apoyados en la pared, a la vista de todos,una pareja de adolescentes, que difícilmente se mantenían en pie, se morreaban con pasión. Ella tenía la falda en la cabeza mientras él intentaba desabrocharse los pantalones. Aquel sábado conocí los bajos fondos de la noche adolescente;El submundo de las cloacas juveniles para el que no iba preparado; un universo tan desconocido para muchos padres como para mi. Seguí andando por el interior de ese muladar sórdido, acompañaba a una madre que buscaba a su hija. Nos pararon cuatro mocosas “Cuidado que aquí hay botellón”. Las niñas hacían un círculo protegiendo botellas de whisky, ron, ginebra y vodka. salían a botella por cabeza. Seguimos sorteando cristales y adolescentes borrachos. Mientras más avanzamos más intenso era el hedor, una mezcla de vómitos, alcohol y hachís; la cocaína y las pastillas no huelen. Nunca, y no soy ningún ñoño, había visto un panorama tan desolador: adolescentes borrachos vomitando y tirados por el suelo. Seguramente esos cientos de niños como cubas no tengan padres porque a todos los que he preguntado han respondido que sus hijos van al botellón pero no beben.

Muchos de estos adolescentes se harán alcohólicos viviendo con el hándicap de no poder beber cuando sean adultos por tomar sin conocimiento los fines de semana. En el futuro tendrán que privarse del placer de una charla animada por una copa de vino.

Nos vamos. La madre no ha encontrado a la hija. Le pregunto porque deja que vaya, me responde lo mismo que los demás padres “ todas las amigas y compañeras de clase van. ¿Que hago? No sé que responder, solo estoy seguro de que hay que buscar respuestas.

 

 

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