La primera vez que compré un cupón de la once me tocó. Era cuadrado, pequeño, con tres números y los tres salieron. Tenía 18 años. Lo compré a medias con mi amigo José el bombero. Cobramos 6.000 pesetas que repartimos entre los dos. Fui corriendo a las Tres Campanas a por un osito de peluche para la chica que me gustaba pensando que con eso la conquistaría. Me dijo que no le gustaban los peluches. Creo que quien no le gustaba era yo. Fue mi primer fracaso amorosos. Tiré a la basura el oso y parte de mi capital, ya que compré el más grande y más caro.
En posteriores conquista aposté por la poesía, que salía más barata y me gustaba más. La que mejor resultado me dio fue el madrigal de Gutiérrez de Cetina, “Ojos claros serenos...” . La poesía sirve para conquistar, para lo inmediato, pero escribir no daba para la continuidad; para vivir, para convidar al cine y cervezas. Ya lo dijeron otros, “escribir es llorar” a no ser que te llames Belén Esteban.
Nunca volví a comprar en las Tres Campanas a pesar de la fascinación que sentía por ese ascensor de madera que crujía como si se fuese a romper, mientras sentía la mirada bonachona de aquel empleado gigante que decían ser el más alto de la ciudad y que alguna vez he vuelto a ver por San Roque. Era tan popular en Badajoz como hoy lo es Jorge, el que hace copias de llaves y echa suelas de zapatos. El rey Baltasar.
Hace unos días coincidí con el ciego que me vendió el cupón en la tienda de la Granja el Cruce de Juan Sebastián Elcano. Se llama Ángel, ya esta jubilado pero todavía recuerda el número premiado. no sé si por una memoria prodigiosa o porque solo dio aquel premio. Tuve un buen comienzo en los juegos de azar, aunque nunca más volvió a tocarme