Uno siente tristeza por unos ojos que no pueden ver la belleza de sus propios ojos. Una mirada misteriosa que ni el más hábil observador sabría decidir si son sosegados, tristes, alegres,fríos, cálidos, ciegos. Ojos que no me canso de mirar aunque nunca me miren. Ojos que hablan, ojos para ser amados, para besar, para que te besen, para que te rechacen, para que te acojan en sus múltiples formas de colores suaves como una música de orquesta con mucho instrumento de viento. El misterio de unos ojos de mujer enigmática; bellos, muy bellos y que viven con la maldición de no poder apreciar desde la ceguera de la ignorancia su propia belleza.
Ni el espejo, ni la cámara fotográfica saben captar la divinidad de una mirada tan mágica como una pincelada de Velázquez, como un fotograma de Casablanca, como una frase de García Márquez,como ese instante naranja del atardecer en el que se puede escuchar como crece una flor, oír el canto de un pájaro libre en la rama de un árbol, ver nacer a un cervatillo que con piernas tambaleantes da sus primeros pasos.
Ojos frágiles que al día siguiente pueden ser fuertes. Ojos cargados de muchas noches de vasos con hielo que buscan en la cotidianidad del día la luz del sosiego de otros ojos llenos de vida, esos que también derraman lágrimas con los pellizcos del corazón.
Fue una mañana de invierno. Fuera hacía frío. Dentro la luz de cinco fluorescentes y el calor del
cuerpo humano. Aquello fue un instante, un momento, ese par de segundo que a uno le hace tocar el cielo. La magia que solo dura un chasquido, un zas, como si de repente se me hubiera quebrado el alma. El hechizo de unos ojos que ya son míos para siempre. Una mirada que desde entonces vive en mi interior y a la que vuelvo todas las noches para combatir la fría soledad del invierno.