Cuando el verano se llamaba verano y no ola de calor y los mapas del tiempo de Mariano Medina no nos asustaban clasificando la solanera con colores chillones, en Badajoz luchábamos contra el fuego del sol en el rio Guadiana. Cada uno tenía su lugar favorito, el mio era el embarcadero donde el señor José, el bicicleta, formaba parte del paisaje igual que los gigantescos pinos que daban sombra a una orilla irregular de tierra plantas y pájaros antes de que se convirtiera en anodino asfalto.
El barquero formaba parte de nuestras vidas como ese tío lejano y gruñón al que veíamos poco y que nos infundida respeto y un poco de miedo por su olor a tabaco y vino y su cara endurecida por el sol, el trabajo y la pobreza. El barquero, también nos ofrecía la seguridad de un guardián del río ,un Neptuno sin barba ni tridente que podría salvarnos de cualquier traición del agua. Otro Barquero, conocido como el Sr. Vera cruzaba a familias a la otra orilla o al pico para recogerlos al atardecer.
Hoy recuerdo ese mundo del pasado ya mudo, sin color, después de ver una fotografía antigua en el río. Me miro al espejo y soy un desconocido, otra persona que ya no salta ni corre y que sigue teniendo algunas de las aficiones de aquellos años a pesar de los hachazos que va dando a las ilusiones el paso del tiempo.
El Guadiana era mi río y el embarcadero mi sitio. El río tenia un agua clara y tibia, el cielo estaba demasiado alto pero lo teníamos a nuestro alcance cada vez que nos juntábamos cuatro amigos para correr detrás de un balón.
Entonces eramos unos muchacho adolescentes que nos sentábamos en la orilla dejándonos mecer por gigantescos pinos que servían por la mañana para dar sombra y por la noche para ocultar a ardientes parejas de molestas miradas. ¡Ah el amor! o lo que “llamábamos amor cuando queríamos decir sexo”.
Sentados en la tierra vivíamos esos atardeceres malditos para deprimidos y paraísos para enamorados. Veíamos pasear en barca a parejas desde nuestra envidiosa melancolía remando lentamente mientras sus cuerpos se estrechaban en la madera fundiendo el deseo y sellando un tedioso matrimonio para toda la vida. Luego comprobamos que soñar con el amor fue mejor que el amor. Igual que al comienzo del verano, nosotros permanecíamos sentados en la orilla a los pocos días de empezar un nuevo y aburrido curso, donde la literatura de Enrique Segura era el único aliciente para barbilanpiños en celo en un institutos de un solo sexo y donde en lo que más se pensaba era en sexo.