Desde tiempos inmemoriales los pueblos de la antigüedad reverenciaron el enorme poder que provenía de la Madre Tierra. Esta reverencia se reflejaba en el respeto por todo lo sagrado, las montañas moradas de lo divino, los bosques, ríos y manantiales. Este respeto por la naturaleza se ha ido perdiendo y con él, hemos ido perdiendo el rumbo; desviándonos hacia un hambre ciega, sin sentido, derrochadora de recursos.
Imposible no recordar el texto del Jefe indio Seattle al presidente de los Estados Unidos “¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja. El agua que se escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, deberán recordar que es sagrada, y deberán enseñar a sus niños que es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados”.
Incluso en el relato de la Creación del Génesis el primer hombre recibe el nombre de “Adán” porque Dios lo había formado del polvo de la tierra, la “adamah”, de manera que los dos términos y sus detinos quedarán unidos para siempre, lo que le ocurra a uno le pasará factura al otro y el daño que le ocasione se volverá en su contra.
En palabras de uno de los grandes poetas de nuestro tiempo, Joan Baptista Humet, “hacer del sol nuestro aliado, pintar el horno ajado y volver a respirar”. O como diría Raimon poner la cara “al viento” en una canción que está a punto de cumplir sesenta años y que nació un día que iba de paquete en la vespa de un amigo hacia Valencia y le daba el viento en la cara. Todo lo demás hervía en su cabeza a sus diecinueve años. Al final del trayecto la canción estaba hecha. Se trataba de un himno tan potente que agrietó la costra que apresaba a varias generaciones.
Desde nuestra Extremadura, uno de los últimos paraisos que quedan, queremos aferrarnos a la tierra y defender lo que constituye nuestra esencia y nuestro futuro.