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La mina. La mar

En estos días en los que la prensa nos ilustra sobre manifestaciones y marchas negras de mineros que intentan luchar por sus puestos de trabajo, no puedo por menos que recordar un viaje, que al hilo del senderismo, hice por tierras asturianas un verano.

Como soy de aquella manera que me gusta conocer todo, pues tuve la ocasión de embarcarme en un pequeño navío que se ocupaba de la pesca a pocas millas de la costa. Eran las 2 de la madrugada, cuando el ‘despertador’, un marinero encargado de ir llamando por las puertas a sus compañeros, tocó a la mía. El barco zarpaba en media hora y había que bajar al puerto.

Mientras montaba en el pequeño bote camino del buque que fondeaba en el centro de la ensenada, imaginaba que esto ocurriera todos los días del año y sobre todo en invierno.

Al embarcar, cada uno de los tripulantes sabía cuál era su función, el patrón al mando, el cocinero a preparar el marmitaco y los demás no tenían mucho más que hacer que recomponer sus figuras, sentados en duros bancos. Me contaban cómo pasaban los días embarcados cuando iban al atún, las bodegas, los camastros, el mar del norte.

Llegados al lugar donde estaban echadas las redes del día anterior, ya amanecido, el barco se pone casi  al pairo y comienza la recogida en la que se clasifica y acondiciona el pescado. Al día siguiente era domingo y los sábados la red se recoge para reparar y volver a echar el lunes.

La faena dura hasta el mediodía largo y una vez colocado todo el aparejo en la popa y ya de camino a puerto, nos permitimos sentarnos a comer el rico y contundente plato preparado a bordo.

Habría muchos detalles que contar sobre este día que, al cabo de los años, repetí con mis hijos para que lo conocieran. La imagen que obtuve no pudo ser otra que la dureza de una jornada de largas horas, empapado en agua de mar a pesar de los trajes y las botas, que comienza en las primeras horas de la noche y con un mar en calma y buena temperatura. Todo esto no es tan bondadoso fuera del verano.

Un trabajo realmente duro.

Como no podía quedarme sin conocer la mina, también pude bajar al pozo y tras descolgarme en un ascensor que sólo reconozco por el nombre y la función de subir y bajar, me muestra ropas y rostros tiznados, cascos y frontales pero no como los que usamos en el campo, botas reventadas con grandes suelas, distintas a las de trekking, pañuelos al cuello que nada tienen que ver con nuestros buffs, luces de lámparas y nunca el sol, tierra negra y jamás reverdecida por los campos.

Horas de trabajo en la noche aunque sea de día, el sonido de los martillos, el agua que se filtra, resbalar para bajar de una galería a otra, como un tobogán, con la barbilla pegada al techo y esperar la hora de meter mano a la marmita para apenas mediar palabra con el de al lado, por el cansancio y la angustia de sentirte enterrado en vida.

Otro trabajo realmente duro.

Por cierto, y sabiendo que a muchos atrapa el paro. ¿En qué trabajas? ¿Te sientes cómodo?

La vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla. (Jorge Santayana)

 

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