Hasta el 31 de diciembre de 2004 fue RENFE. Desde ese momento pasó a ser ADIF. Nací en una estación y mi vida ha girado alrededor del tren. Mi primer juguete, evidentemente fue un tren eléctrico que daba vueltas en un circuito monótono y aburrido, pero para mí sigue siendo entrañable.
Con mi padre he pasado días enteros en las estaciones. Transcurrían al aire libre y mis juegos pasaban de cuidar las gallinas del Guardagujas, a montar en el burro de algún vecino en Villar de Plasencia, dar de comer a los conejos en Casas del Monte, ir a la piscina en Hervás o recorrer los trazados con el personal de Vías y Obras en una vagoneta mientras reparaban traviesas, reponían balasto o lo que fuera menester.
He viajado miles de kilómetros en tren. En mis recuerdos de infancia fueron de todas las maneras posibles, desde una máquina de vapor, atizando carbón a la negra boca de la caldera (había que ver la cara de mi madre cuando llegaba a casa), hasta en un furgón en el que reinaba una estufa con chimenea en el centro, también de carbón, donde se cocinaban los mejores huevos fritos con chorizo o un cocido, que yo haya comido.
Aquellos hombres eran una familia y a sus hijos nos trataban como iguales.
Viajaba sólo a Salamanca en un viejo Ferrobús,
cuando no en el Correo
y después ya, con todo lujo, en los Ter (automotor).
Para los más jóvenes recordarles que Plasencia se unía a Castilla por ferrocarril.
En la estación de Plasencia, la vida estaba en toda ella y para un adolescente inquieto como era yo, el muelle tenía mil historias que contar. Aquí llegaban todo tipo de mercancías para la comarca, y su almacenaje y recogida, producía un trasiego incesante de personas que no reparaban en un muchacho escondido tras unos fardos buscando un gato o un ratón. Cuando el grano caía de alguna tolva y los pájaros venían al reclamo el tirador no paraba en el bolsillo. Ahora pienso que era un poco cruel.
En la casa de mis padres siempre hubo una enorme maqueta de trenes que mi padre mantenía a pesar de nuestros ‘descalabros’. Era su mundo y nos lo transmitió así. Pasaba horas montando una montaña que antes había hecho con papel y pintado a mano. Limpiaba el circuito, los cambios, semáforos, túneles, puentes.
Se preguntarán ustedes que si hoy me he propuesto contarles mi vida. He hecho esta introducción para pasar al motivo de esta entrega que es contarles, cómo en mi familia, se sigue unido a los trenes.
Hablo ahora de mi hija que como usuaria de este medio de transporte, utiliza sus servicios cada vez que nos visita y en continuas ocasiones, cuenta su desplazamiento por odisea.
En los dos últimos y más concretamente en la venida del día 22 de diciembre en la que tuvieron que soportar la fuga de ‘agua’ de un W.C. que encharcó el suelo de todo el vagón. Ni que decir cómo se pusieron los equipajes que aquí iban.
Cuando regresó el día de Navidad, tenía billete para un convoy que debía partir a las 19h.45’. Ese mismo día había otro tren con destino a Madrid a las 20h. 15’ (media hora después). Como el primero, el que debía tomar mi hija, llegó a eso de las 20h. 10’, con retraso, hubo un pequeño gran lío pues en él, montaron tanto unos viajeros como otros, o sea, usuarios de los dos trenes, ya que en ningún momento por megafonía se anunció esta circunstancia.
Pero no hubo problema para que entre unos y otros se lo contaran y pudieran subsanar el error, bajando nuevamente al andén a la espera del segundo convoy y todo ello ¿por qué? Pues porque los tres primeros vagones se quedaron a oscuras. No tenían luz y un fuerte olor a quemado emanaba de su interior. Más retraso.
Parece que todo se arregló y pasadas las 20h. 30’ el tren por fin, comenzó su caminar.
Al poco, nos anuncia mi hija que están parados alrededor del puente de la Bazagona, sin luces nuevamente y con un olor a chamusquina más persistente si cabe.
En medio del campo y sin luz, día de Navidad.
Como quiera que fuere, lograron ponerlo nuevamente en marcha y a trancas y barrancas pudieron llegar a la capital ya en horario del día 26, o lo que es lo mismo, pasada la media noche y con unas dos horas de retraso.
En otros tiempos se asumía que los trenes siempre iban con retraso pero en el siglo XXI, que siga pasando esto, es una tomadura de pelo.
El peor y más antiguo material recorre nuestras vías, sucio y descuidado y todo ello para intentar el fomento de que se utilice el transporte público.
Amaba a Renfe pero no tanto a Adif.
¿No nos queda más que el pataleo? Quizá. Por eso y recordando a Alphonse de Lamartine. La crítica es la fuerza del impotente.