VER TODA LA GALERÍA DE FOTOS DE LA DEHESA DE HORNACHUELOS / Autor: VÍCTOR GIBELLO
Durante un tiempo Hornachuelos fue un nombre ligado a recuerdos universitarios, la denominación de un yacimiento arqueológico en Ribera del Fresno cuyos materiales pude tocar e inventariar siendo estudiante. Colaborar en excavaciones, ya fuera en los trabajos de campo, ya en los de gabinete posteriores, permitía a los estudiantes de Arqueología completar la formación teórica recibida y abrir horizontes más allá de las estanterías de la biblioteca universitaria. Dedicar varias horas al día durante algunos meses a estas tareas, suponía un esfuerzo importante, máxime cuando ocupábamos espacios habilitados como almacenes que no reunían las condiciones más idóneas. Sin embargo, el aprendizaje compensaba con creces.
Años más tarde pude visitar Hornachuelos, recorrer la excavación arqueológica y disfrutar del enclave que había conocido de forma indirecta, gracias a su cultura material. Se trata de uno de los yacimientos excavados en Extremadura que más información ha aportado del período en que los pueblos indígenas locales entran en contacto con Roma. El poblado, situado en un cerro que domina visualmente una amplia extensión hacia la Sierra de Hornachos y Tierra de Barros, se mantuvo ocupado entre el siglo III a. C. y principios del II d. C. (también presenta una fase de ocupación previa, calcolítica).
Sin embargo, pese a su indiscutible interés, este artículo no está dedicado al yacimiento de Hornachuelos, ni a la interesante necrópolis asociada, tampoco a actividad minera ligada a su origen; información de todo ello puede encontrarse en algunas publicaciones específicas y en el Centro de Interpretación situado en Ribera del Fresno.
El foco de este post está centrado en un conjunto de construcciones existentes en las inmediaciones del yacimiento arqueológico, a escasos 180 metros hacia el suroeste, que, contempladas desde la loma, llamaron poderosamente mi atención la primera vez que anduve por la zona.
Vuelvo al lugar para realizar el reportaje fotográfico que ilustra este artículo. Dejo atrás Ribera del Fresno y tomo la carretera hacia Hinojosa del Valle. A poco más de 2 kilómetros abandono la vía para acceder a un camino terrero, perfectamente señalizado, que conduce al asentamiento arqueológico. La voz aterciopelada, susurrante a veces, de Allison Goldfrapp hace que transite los 6 kilómetros de pista en un suspiro; suena el tema Pilots, cuando ya circunvalo el cerro. Supero el área habilitada como aparcamiento, me adentro en la Dehesa de Hornachuelos, hoy un espacio deforestado por el exceso de pastoreo y la tala del encinar autóctono, próximo al límite de los términos de Ribera del Fresno, Hornachos e Hinojosa del Valle.
Recorro a pie el último tramo. El arbolado ha sido sustituido por retamas que el viento cimbrea a su antojo. Vadeo el Regato de las Tiesas, casi seco durante el estío. Próximas al cauce ya se aprecian acumulaciones de piedra que solo pueden ser fruto de la mano del hombre. Sobre una amplia explanada protegida de los vientos del norte por el cerro en el que se emplaza Hornachuelos, se extienden diversas edificaciones cuyo estado de conservación evidencia la falta de mantenimiento desde hace décadas.
Piedra, barro y elementos reutilizados procedente del yacimiento próximo son los materiales con los que se realizaron, quizás a fines del siglo XVIII o principios del XIX, estas construcciones para dar cobijo a hombres y animales, mismos materiales y similares diseños, hecho que habla de la estrecha ligazón entre unos y otros.
Tres corralas, o corralás, para cerdos, con planta en forma de “U” muy alargada, destacan por sus dimensiones. En tres de sus lados se abren baterías de cubiles adintelados, pequeñas estancias cubiertas por falsas cúpulas aterradas hacia el exterior. El más occidental tiene un amplio cercado asociado. Próximos a cada corrala se disponen otros habitáculos de menor entidad erigidos para acoger a cerdas paridas y lechones. Se trata de estancias de planta circular y corral delantero; una es simple, las tres restantes son dobles o geminadas, modelo poco frecuente.
Finalmente, son distinguibles 3 bohídos destinados a vivienda de los porqueros (hay otro de menor entidad totalmente arruinado que debió funcionar como gallinero). A excepción de la configuración interior y del tamaño de la puerta de acceso, más elevada en estos últimos, no ofrecen diferencias tipológicas significativas con respecto a los realizados para albergar a las puercas y sus camadas. Hombre y animal viven en condiciones similares, comparten hábitat y escaseces, entrelazan sus destinos. Las viviendas se conservan aún en buen estado. Zócalos de mampostería sostienen cubiertas de piedra elaboradas mediante la técnica de la aproximación de hiladas, que crea la ilusión de estructuras cupuliformes. Una línea de piedra volada en la unión de muro y cubierta funciona a modo de vierteaguas. Exteriormente una consistente torta de barro impermeabiliza el techo, en el que un simple agujero servía para aliviar los humos del hogar. Por solado algunas lajas de pizarra y tierra apisonada en la que dormir sobre paja y jergones.
En superficies que no superan los 20 metros cuadrados se hacinaban familias completas. Una sola estancia de usos múltiples en el que se cocinaba y se dormía, una sala que acogía las escasas pertenencias y los víveres básicos necesarios para la subsistencia.
Los bohídos, o chozos, no son exclusivos de Extremadura, pero es en esta región donde alcanzaron su máxima expresión y difusión, circunstancia que ha de relacionarse con la misma esencia ganadera de la tierra y de la construcción. Con muy diversas denominaciones y múltiples variedades en cuanto a materiales y configuración arquitectónica se localizan numerosos ejemplos repartidos por todas las comarcas.
Perfectamente integrados en el paisaje, del que forman parte de forma indisoluble, son ecos de nuestra memoria ancestral. Erigidos y habitados hasta mediados del siglo XX, e incluso más allá, representan una tradición de vivienda que puede rastrearse hasta el neolítico. El chozo es un nido para el hombre, una estructura básica, sencilla, de construcción rápida y barata, fácil de aclimatar y poco necesitada de mantenimiento. Pueden ser habitáculos temporales o permanentes, fijos o desmontables (íntegramente hechos exclusivamente con materiales vegetales), refugio para el hombre y/o el animal.
Los chozos conservan nuestra esencia como pueblo ligado a antiquísimas tradiciones pastoriles, son memoria viva legada por nuestros ancestros, muestras de la interacción secular del hombre con el medio, receptáculo de una cultura rica y antigua en la que poder mirarnos para reconocer nuestra identidad. Pese a ello, están totalmente desprotegidos. Cada año desaparecen ejemplos magníficos de esta arquitectura vernácula fagocitados por la estulticia y el monstruo voraz que algunos llaman progreso.
Es sumamente necesario proteger todos y cada uno de nuestros chozos con una declaración legal expresa pues, aunque el Parlamento regional ha aprobado por unanimidad una Propuesta de Impulso de los Chozos de Extremadura en 2014, siguen totalmente indefensos, ya que la propuesta no es vinculante y aún no ha tenido consecuencia legislativa alguna.
Los chozos también reflejan las durísimas condiciones de vida que soportaron las generaciones precedentes. La crisis que nos atenaza durante los últimos años parece un juego de niños comparada con la miseria de siglos sufrida por la mayor parte de la población. Alejados de la imagen romántica que pudiera tener una existencia pastoril, morar en el monte, alejados del pueblo, dedicados 24 horas al día durante 7 días a la semana a cuidar del ganado y sacar a la familia adelante no era tarea para espíritus débiles. Comida escasa, sueldo miserable, horizonte sin cambio heredado de padres a hijos, supeditación social y explotación representaban la cotidianidad.
Un día se parecía al día anterior, la monotonía como norma, el ritmo de los animales y de las estaciones por encima del de la necesidad del hombre. El reloj nada sabía de los tiempos campesinos, el sol marcaba las tareas y los desvelos, la mula, el asno o las suelas de los zapatos las distancias.
El magnífico conjunto de arquitectura vernácula de la Dehesa de Hornachuelos tiene mucho que enseñar a las generaciones venideras, por ello ha de ser protegido de inmediato. Es un tesoro digno de conservar, de mantener, de legar a los hijos. En él se resume nuestro origen campesino, pastoril. La sencillez con que fue construido y la humildad de las gentes que lo habitaron son valores esenciales para construir un futuro diferente, mejor, más ligado a lo que en verdad nos hace humanos. La protección legal que cubre el yacimiento arqueológico de Hornachuelos ha de ser ampliada para acoger esta excepcional muestra de eso que ha venido a llamarse arquitectura popular, que no es sino una arquitectura sin arquitectos, vinculada al terruño y a sus materiales, eco de tradiciones milenarias, de usos y costumbres atávicos.
Aguardo paciente que caiga lo noche para fotografiar los chozos a la luz de la luna llena. El crepúsculo ayuda a generar una imagen más potente del lugar, facilita el viaje en el tiempo de la imaginación. Si se agudiza el oído, parecen percibirse aún los sonidos que tiempo atrás fueron aquí habituales: risas y llantos infantiles, crepitar del fuego, rapaces nocturnas, viento silbando entre las piedras, gruñidos de los cerdos y tripas que reclaman pan.
La escena me hace recordar unos versos de Carlos Mestre, del poema titulado Antepasados, incluido en el poemario Antífona del Otoño en los valles del Bierzo (poemario que obtuvo el premio Adonais en 1985) y al que pondría música tiempo después Amancio Prada:
“Poco es lo que puede hacer un hombre que solo ha tenido en la vida estas cosas,
apenas quedarse dormido recostado en el pensamiento del hambre
mientras oye la conversación de los gorriones en el granero,
apenas sembrar leña de flor en la sábana de los huertos,
andar descalzo sobre la tierra brillante
y no enterrar en ella a sus hijos.”