Vista de Santa Lucía y su entorno. / Víctor Gibello
VER TODA LA GALERÍA DE FOTOS DE SANTA LUCÍA DEL TRAMPAL/Autor: VÍCTOR GIBELLO
El término Mesopotamia evoca horizontes antiguos de Oriente Próximo, lejanas tierras situadas entre los ríos Tigris y Éufrates en las que nació la “civilización”, según afirman algunos, y donde en nuestros días medra la barbarie que pretende finalizarla. En Extremadura también existe una Mesopotamia. Un amplio espacio de la región se sitúa entre los ríos Tajo y Guadiana; habitado desde la más remota antigüedad, sus campos cobijan importantísimos vestigios de nuestra historia.
Los paisajes agrestes del entorno del Tajo y sus afluentes, dan paso a amplias planicies adehesadas y tierras de cultivo, especialmente fértiles en el área de influencia del Guadiana. Suaves sierras, denominadas de San Pedro y Montánchez, y el macizo de las Villuercas, separan las vertientes de las dos cuencas, zonas de bisagra y nexo entre ámbitos geográficos y culturales diversos, evolucionados durante milenios.
En el centro de la Mesopotamia Extremeña, en un espacio de transición entre las cuencas del Tajo y del Guadiana, tan indefinido que parece pertenecer a ambas, se ubica uno de los nodos esenciales de nuestra Historia. El devenir del tiempo ha terminado por olvidar la conexión nutricia que alimentó la cultura de nuestros ancestros durante más de un milenio. Huérfanos de ese alimento primario, caminamos perdidos. Es tiempo de retornar al ombligo de nuestra tierra, a ese centro evocador en el que se cobijan las verdaderas esencias que nos convierten en lo que realmente somos.
Desde que en los años 80’ del siglo XX fuera dado a conocer el antiguo templo de Santa Lucía del Trampal, la iglesia y su entorno inmediato han sido objeto de estudio, investigación, restauración y apertura a la visita pública, convirtiéndose en uno de los espacios patrimoniales más interesantes conservados en el medio rural.
Sin embargo, aún siendo de gran valor todo lo que se ha hecho, estamos todavía muy lejos de comprender la importancia real, las características que lo hacen único en España y las verdaderas dimensiones del espectacular yacimiento arqueológico existente en El Trampal.
Tal como si de un iceberg se tratara, conocemos tan sólo la parte que aflora sobre la superficie, un pequeño fragmento de un todo mucho más amplio, rico y complejo que se extiende desde la falda de la sierra del Monasterio, o Pico del Centinela, hasta el valle del río Aljucén.
La investigación realizada en Santa Lucía ha podido determinar la existencia de un conjunto cultual de tradición visigoda erigido, según afirman con rotundidad sus excavadores, ya en tiempos de la dominación islámica (siglo VIII), así como restos de cronología romana, cuyo sentido está por determinar. Entre estos materiales, se han documentado numerosas inscripciones dedicadas a la diosa Ataecina, circunstancia que ha de vincularse con la más que posible existencia de un templo dedicado a esta divinidad en tiempos previos a la conquista romana, perpetuado por los invasores latinos.
Es aquí donde, desde mi punto de vista, reside el interés principal del yacimiento de Alcuéscar y que, desgraciadamente, no ha sido valorado en su justa medida, quizás por la rotunda y atractiva presencia de la iglesia altomedieval, reconstruida en la Baja Edad Media, que eclipsa el resto hasta dejarlo en sombras.
Carretera de acceso a Santa Lucía./ Víctor Gibello
Una calurosa tarde de verano de 1980, Luisa Téllez y Juan Rosco se adentraron en la dehesa de Alcuéscar y toparon con una espectacular ruina semioculta por la vegetación. Ambos tuvieron el pálpito de que estaban ante un monumento único.
Durante los años 70 y 80, la pareja exploró numerosos lugares de la región, compartiendo sus conocimientos y poniéndolos a disposición de las autoridades encargadas de su tutela. En ese tiempo recorrieron incontables caminos a lomos de su motocicleta. Invirtieron su tiempo y sus recursos en localizar “tesoros” que, siendo muy importantes, solo interesaban a unos pocos. Imagino a la entonces joven pareja, acompañada a veces por sus hijos, con los ojos brillantes con cada hallazgo.
Por todos aquellos esfuerzos, la sociedad extremeña tiene contraída una deuda con Luisa y Juan, descubridores de Santa Lucía del Trampal y de otras maravillas olvidadas. Juan nos dejó el pasado año, pero su legado de hombre bueno permanece y permanecerá en el recuerdo de todos los que tuvimos el honor de conocerlo.
Poco después del descubrimiento, la Administración comenzó la incoación como Bien de Interés Cultural, compró el edificio y la parcela en la que se ubica, e inició labores de excavación, consolidación y restauración.
Olivo centenario ante Santa Lucia./ Víctor Gibello
Los trabajos arqueológicos se desarrollaron tanto en el interior como en el exterior del inmueble. Las conclusiones obtenidas provocaron una gran controversia entre los investigadores. Los que llevaron a cabo la excavación, muy especialmente Luis Caballero, desecharon la vinculación cultural del templo con el periodo visigodo, después de haber abrazado inicialmente esta hipótesis, y lo ligaron con la etapa emiral. Otros muchos investigadores, por el contrario, siguieron, siguen, sosteniendo la filiación visigótica del cenobio del Trampal.
Con el paso de los años, la disputa entre visigotistas y mozarabistas, lejos de apaciguarse, se fue enconando, extendiéndose a buena parte de las edificaciones conservadas de las etapas Tardoantigua y Altomedieval de la Península Ibérica, muchas de ellas aún en fase de revisión. El conflicto abierto entre investigadores ha supuesto un notable avance en el conocimiento de un tiempo confuso y oscuro, aún por desentrañar, basta revisar la abundande bibliografía generada para apreciarlo; es por ello que todo debate científico ha de valorarse como fecundo y positivo.
Cabecera del templo./ Víctor Gibello
Siguiendo la teoría de los excavadores, que basan buena parte de sus interpretaciones en la cultura material exhumada, es posible aceptar una fecha de construcción de Santa Lucía entre fines del siglo VIII e inicios del IX, y un abandono del conjunto entre fines del siglo IX e inicios del X. El templo fue recuperado como ermita rural durante el siglo XV, manteniéndose en uso hasta fines del siglo XVIII o principios del siglo XIX, momento a partir del cual el edificio fue desprovisto de funcionalidad religiosa y sirvió para diversos usos de carácter agrícola.
Pórtico de acceso./ Víctor Gibello
Así pues, estaríamos ante una obra realizada por cristianos que vivían bajo el Islam, que mantenían sus tradiciones a pesar de estar penalizados con el pago de duros impuestos de los que estaban exentos los musulmanes: el jaray, un tributo sobre la tierra, que podía ascender a la mitad de lo cosechado, y la jizya, una carga impositiva personal variable que les permitía residir en tierra musulmana. Con el paso del tiempo, las duras cargas impositivas condujeron a muchos cristianos a abandonar la fe de sus mayores, razón por la que los monasterios fueron despoblados y las iglesias abandonadas.
El inmueble, en origen un complejo monástico, se alza sobre una construcción romana preexistente de la que poco se sabe. La dedicación del templo a Santa Lucía es bajomedieval, tiempo en el que su culto estuvo muy extendido, la advocación inicial resulta totalmente desconocida.
Vista de la nave./ Víctor Gibello
La iglesia ofrece una configuración espacial determinada por ritos litúrgicos heredados del período visigodo, que dan lugar a una compartimentación espacial que impide la contemplación unitaria del interior del conjunto: una cabecera con tres ábsides cuadrangulares independientes, cubiertos con bóvedas de cañón peraltadas, y delimitados por canceles, un amplio transepto con abovedamiento transversal a los testeros en el que se levantarían cimborrios cupulados; desde el crucero la iglesia se estrecha mediante un pasillo que comunica con un aula compuesta de tres naves, las laterales muy estrechas, y de estas sólo se conservan los muros y los arcos diafragma apuntados relacionados con la reforma del edificio efectuada en la Baja Edad Media.
Vista de la nave desde el coro./ Víctor Gibello
A grandes rasgos, podría indicarse que se trata de un edificio austero, construido con sillería granítica y mampostería, dotado de escasos elementos decorativos a excepción de los canceles ornados con temas simbólicos y las impostas con roleos que no se han conservado, unos y otras de mármol blanco.
Es la configuración de la cabecera, compartimentada en tres espacios diferenciados e independientes, uno de los elementos más significativos del Trampal, configuración que le confiere una entidad fácilmente reconocible. La cámara central, ligeramente mayor que las laterales, es el sancta sanctorum del templo. Sendas ventadas de herradura marcada, se abren al este para iluminar el interior del recinto. Antaño canceles de mármol se dispusieron para delimitar espacios; tras la restauración, nuevos bloques ocupan el lugar de aquellos para hacer comprender al visitante la configuración original.
Crucero./ Víctor Gibello
Ante los ábsides se dispone un crucero largo y estrecho dividido en siete tramos, cuatro cubiertos con bóvedas y tres, los sitos ante las cabeceras, por cimborrios, perdidos siglos atrás. Estamos ante un espacio mágico, dotado de una belleza austera en el que las palabras se muestran inútiles para reflejarla.
Entre la cabecera y el aula, se alza un espacio rectangular que sirve de unión entre ambos; se trata del coro, abovedado y dotado también de canceles en sus dos extremos. Inicialmente el espacio contó con tres naves separadas por galerías arcuadas compuestas por series de cuatro arcos y cinco apoyos. En la reforma bajomedieval, las tres naves se transformaron en una sola, amplia y esbelta, diferente formal y estilísticamente con respecto al resto del conjunto. Se techa con una cubierta a dos aguas.
Cimborrio ante ábside central./ Víctor Gibello
En el exterior se han documentando porches a ambos lados del aula y el crucero, así como diversas estancias, algunas de ellas con enterramientos de ambos sexos.
Sorprende la gran cantidad de inscripciones romanas documentadas en Santa Lucía, 49, de ellas 15 están dedicadas a la diosa indígena Ataecina. Este hecho es fundamental para comprender el complejo yacimiento de El Trampal. Ataecina era una de las diosas indígenas más importantes. Su culto se extendió a buena parte de la Península y estuvo ligada, muy especialmente, a gentes de filiación céltica; sin embargo, tenía en el área extremeña su centro devocional.
Base para escultura de Ataecina reutilizada en el templo altomedieval. / Víctor Gibello
Ataecina, La Renacina, tutelaba la regeneración de la vida, las aguas y sus manantiales, la floresta, la fecundidad y la renovación, ámbitos que la ligan con diosas-madres ancestrales. Tras la conquista del territorio, los romanos la asociaron a Proserpina y Feronia, deidades con las que compartía algunas cualidades. En su afán predatorio, los invasores no tuvieron suficiente con apropiarse de la tierra y sus recursos y esclavizar a hombres y mujeres, también robaron sus dioses.
Diversos datos llevan a plantear la hipótesis de que El Trampal fue un espacio de culto dedicado a la diosa Ataecina. Un lugar de encuentro para los pueblos que habitaban la actual Extremadura, vetones, lusitanos y túrdulos. El Trampal era el ombligo nutricio de todos ellos, al menos desde Edad del Hierro; allí no solo acudían para honrar a la diosa tutelar, también era un lugar de reunión, reconciliación y estrechamiento de lazos de paz y amistad.
Estamos, no exagero, ante el enclave esencial de nuestra Historia. No obstante, no hemos de esperar encontrar templos edificados para honrar a Ataecina, ya que para nuestros antepasados el templo era el bosque, un bosque a ella consagrado, donde todo lo que en él había compartía su divinidad. Ese nemeton servía de frontera entre tribus, era de todos y, a la vez, de ninguno.
Roma asumió el control del bosque de Ataecina como una de las formas de subyugar a nuestros indómitos ancestros. Lo convirtió en el Locus Feroniae, un amplísimo espacio que se extendía desde el norte de Mérida hasta más allá del Puerto de las Herrerías. Este locus quedó exento de centuriación (reparto de la tierra para uso agrícola entre colonos) y de poblaciones, hecho que todavía se aprecia en el escasísimo número de localidades existentes entre Mérida y Casas de Don Antonio.
La expansión del cristianismo eliminó los antiguos cultos. El bosque fue dañado, comenzó a explotarse, y la tierra, antes sagrada, fue herida en busca de metales como la plata y el hierro. El Trampal, próximo a importantes vías de comunicación, bien abastecido de agua, de minerales y de campos fértiles, fue colonizado por una comunidad monástica que, de algún modo, hizo que se mantuviera como espacio cultual.
Santa Lucía entre olivos./ Víctor Gibello
Con frecuencia acudo al Trampal. Unas veces para contemplar las estrellas, otras en busca de la protección de Ataecina, cuyo influjo aún se percibe en todo lo que palpita. En primavera huele a jaras y azahar, en verano a alcornoques recién descorchados y a pasto de dehesa. Cualquier momento es adecuado para la visita. Sentarse a escuchar el sonido del agua que mana de la sierra, mientras la luna asoma tras las alturas de Montánchez, es una grata experiencia. He llevado a muchas personas a Santa Lucía, todas terminan fascinadas con el lugar. El último grupo que acompañé al templo procedía de Houston; alumnos, madres y profesoras de la Pershing Middle School de la ciudad tejana pudieron conocerlo, comprender algunos de sus secretos e, incluso, meditar entre sus milenarias piedras, una vivencia especial que quizás guarden por siempre en sus corazones.
La Historia de Santa Lucía permite reflexionar sobre tantos aspectos, que solo solo enumerar los que me inspiran superaría con mucho la extensión de este artículo. Citaré tres de ellos de forma muy breve.
El antiguo bosque sagrado ejemplifica la unión plena entre humanidad y naturaleza. La Historia nos ha separado, creando la ficción de ser algo diferente del lugar que habitamos. Acuñamos la expresión “medio ambiente” como si fuera una realidad ajena en la que estamos insertados, lo apreciamos como un recurso explotable y no como una parte esencial de nosotros mismos. La recuperación del concepto de sacralidad de todo lo creado, la asunción plena de que no somos algo distinto de ello, es la única vía posible de sanación del planeta y, por ende, de nosotros mismos. Buscamos la individualidad, la independencia, pero no hay vida en ello, la vida solo existe en la interdependencia de todos los seres, nuestro esfuerzo, el único válido, es el de preservarla por encima de todo, en su mantenimiento reside la supervivencia.
Nuestra sociedad precisa la recuperación y la integración urgente de los valores femeninos personificados en el símbolo que la diosa representa, no como oposición a los masculinos, no para situarlos en un escalón superior a ellos, sino en plano de absoluta igualdad, diferentes pero complementarios. Hasta que no se alcance el equilibrio, no mejoraremos como sociedad, no prosperaremos como individuos. Vivimos un periodo de transición en el que la solidez de múltiples planteamientos heredados se ha licuado, dejándonos a la deriva, temerosos en un mar de dudas. Ha llegado el momento de aunar, de construir, de superar las divisiones impuestas, de crecer desde el respeto y la integración de la diferencia.
Amanecer en el Trampal./ Víctor Gibello
Las sociedades occidentales contemporáneas están sumidas en un proceso de eliminación de los elementos identitarios que las definen, un proceso de suicidio colectivo. Algunos teóricos hablan de deconstrucción para referirse eufemísticamente al fenómeno, lo emplean para no reconocer la existencia de corrientes tendentes a la aniquilación de nuestra herencia cultural. Es precisamente la eliminación de las raíces lo que produce el malestar generalizado de las personas, los sentimientos de pérdida, el desarraigo, la incomprensión, el desafecto y la quiebra social. Se acerca el día de Extremadura, festividad que pretende reforzar simbólicamente los lazos que unen a quienes habitamos el territorio, y sería este un buen momento para vincular la celebración con El Trampal. En el yacimiento de Alcuéscar, quizás la antigua y santa Turóbriga, sede del santuario principal de Ataecina, se reunían nuestros ancestros para sellar la paz, para reforzar la amistad, para mantener su identidad. Han pasado más de dos milenios desde que fueron expoliados hasta de sus dioses, ya es tiempo de honrarlos y de volver a convocar a todas las tribus, las actuales, al Trampal. Fijemos en Santa Lucía, ombligo extremeño, el lugar de celebración. Volvamos, ya es tiempo.
Casiopea ya ha trazado buena parte de su recorrido nocturno cuando decido retornar, las primeras luces del alba ya asoman por Montánchez. Siempre me cuesta tomar el camino de regreso. La carretera serpentea entre alcornoques, alejándome de la Diosa. Suena Ataecina en el Trampal, tema compuesto por Acetre, grupo que tanto ha hecho por la recuperación de la música popular de Extremadura.
Santa Lucía bajo las estrellas./ Víctor Gibello