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Víctor Gibello

Paraísos Olvidados

El Conventual de San Benito de Alcántara y el tesoro que no pudieron robar.

Ábsides de la iglesia del Conventual de San Benito. / Víctor Gibello.

Ábsides de la iglesia del Conventual de San Benito. / Víctor Gibello.

VER TODA LA GALERÍA DE FOTOS DEL CONVENTUAL DE SAN BENITO DE ALCÁNTARA/Autor: VÍCTOR GIBELLO

Se escucha con frecuencia excesiva que el pueblo tiene los gobernantes que merece. No estoy de acuerdo con esta afirmación. Son los gobernantes los que no merecen ejercer el poder sobre un pueblo que es mucho mejor que ellos. La Historia ofrece múltiples muestras, en escenarios muy diversos, que corroboran mi aseveración; me centraré en una, a modo de ejemplo, relacionada íntimamente con el Paraíso Olvidado sobre el que gira este artículo.

En diciembre de 1788 tomó las riendas del reino Carlos IV, quien se desinteresó pronto de las tareas inherentes a su cargo y centró su atención en aficiones ajenas a su función, como la caza. El monarca delegó el poder en manos de su mujer, María Luisa de Parma, y de su valido, el badajocense Manuel Godoy. El 27 de octubre de 1807 Francia y España firmaron el tratado de Fontainebleau. En dicho pacto las dos naciones acordaron un plan para apropiarse de Portugal, a la que dividían en tres porciones, una para cada país y una tercera para Godoy, llamada Principado de los Algarves.

En realidad, Napoleón no tenía intención alguna de cumplir con lo acordado en el tratado, simplemente alimentó las ambiciones de la Corona y de su valido para que su ejército tuviera los pasos expeditos hacia el occidente peninsular y pudiera tomar el control de todo el territorio hispano sin oposición militar. De forma inmediata el ejército español penetró en Portugal por el norte, hasta hacerse con el control de Oporto, y por el centro, hasta la plaza de Setúbal. El 30 de noviembre de 1807 el general Junot tomaba Lisboa, desde donde partirían hacia Brasil la familia real lusa y buena parte de la corte.

A fines de 1807 en suelo hispano ya había más de 65.000 soldados franceses que, no solo se habían hecho cargo del control de los caminos hacia Portugal, también habían ocupado todas las plazas fronterizas con Francia y, muy especialmente, se habían asentado en Madrid, ejerciendo el dominio, de facto, de la capital.

La presencia del ejercito francés en suelo español, consentida por las autoridades, y el creciente poder galo, fue evidenciando las verdaderas intenciones de Napoleón, quien, gustoso, apreciaba la creciente división existente en el seno de la familia real como una magnífica oportunidad de anexionarse España sin esfuerzo. En marzo de 1808 se produjo el Motín de Aranjuez, donde se habían retirado los monarcas, ya con intenciones de viajar hacia tierras andaluzas y embarcarse hacia América, ante el panorama enrarecido existente en la corte.

El alzamiento, azuzado por el propio Fernando, Príncipe de Asturias, y algunos de los nobles contrarios al valido, provocó la caída en desgracia de Godoy, cuya ambición desmesurada le condujo a tocar los cielos hasta dar de bruces en los infiernos, y la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando (VII). Los hechos sirvieron para que el mariscal Murat asumiera el control absoluto de Madrid, donde el ambiente se hacía de día en día más irrespirable.

Con habilidad de serpiente, utilizando la excusa de ayudarles a encontrar las fórmulas que permitieran la paz en el reino, Napoleón convocó a Carlos IV y a Fernando VII a una reunión en Bayona. En la ciudad francesa se produjo uno de los acontecimientos más vergonzosos de nuestra historia: Napoleón conminó a Fernando a devolver la corona a su padre, quien, una vez obtenida, la cedió al emperador francés con todos los derechos propios del trono español.

A la par que en Francia tenían lugar estos lamentables hechos, en Madrid el pueblo ya se había levantado contra la ocupación francesa, tratando de restituir con honor y gallardía aquello que sus regentes habían cedido con vileza. El pueblo no merece los pésimos mandatarios que han guiado su destino, el pueblo exige personas dispuestas a entregarse plenamente a la tarea de mejorar la vida de todos, el pueblo precisa de líderes cuyas acciones sean conducidas por la búsqueda del bien común. El pueblo necesita gobernantes que estén a su altura y no mequetrefes, ni vendepatrias, ni acomplejados, ni perversos, ni déspotas, ni psicópatas, ni conspiradores en favor de intereses ajenos.

Desde primeras horas de la mañana del 2 de mayo de 1808 una muchedumbre cercaba las puertas del Palacio Real para impedir que el Infante Francisco de Paula fuera raptado por las tropas francesas y llevado a Bayona con el resto de la familia. El mariscal Murat envió tropas de artillería y un batallón de granaderos de la Guardia Imperial para desalojarla. Poco después abrieron fuego contra la población, sin miramientos, a bocajarro. Así comenzó el levantamiento del pueblo llano contra el invasor, navajas contra fusiles, quijotesca imagen muy propia de nuestra indómita naturaleza. Aunque traten de domesticarnos, así somos, valientes dispuestos a pelear a pecho descubierto, lanza en ristre o con las manos desnudas, contra molinos transmutados en gigantes. Quizás esos pésimos gobernantes desconocen que nuestros corazones mueven la sangre de vetones, cántabros, ilergetes, lacetanos, vacceos, túrdulos, arévacos, lusitanos, caristios, oretanos, y muchos otros ancestros indómitos e irreductibles.

Cientos de madrileños perecieron ese día y los siguientes a manos de los franceses, unos, en la refriega directa en las calles, cuerpo a cuerpo, otros, ajusticiados, como luego retrataría Goya, a modo de escarmiento y ejemplo para el resto de la población. Mientras las mujeres y los hombres de Madrid entregaban su vida para restituir el honor y la libertad, los militares españoles estaban confinados en sus cuarteles por orden expresa del capitán general Francisco Javier Negrete, cuya felonía no debe caer en el olvido. Tan solo los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde desobedecieron el mandato y salieron a defender la nación junto con los soldados que servían bajo su autoridad. Todos ellos perecieron en la refriega.

Con la salvaje represión sobre la población y con el control efectivo de la Junta de Gobierno, en quien Fernando VII había delegado el poder antes de acudir a la llamada de Napoleón, creyó Murat tener controlada la situación; no obstante, el mismo 2 de mayo desde la vecina villa de Móstoles se promulgó un bando en el que se instaba a todos los españoles a empuñar las armas contra el invasor y a socorrer Madrid. El alcalde mayor de Trujillo y el corregidor de Talavera de la Reina fueron los primeros en responder a la llamada, alistando voluntarios a los que se dotó de armas y avituallamiento.

Así comenzó una guerra, conocida tiempo después como de la Independencia española, que se prolongó durante 6 largos años. El conflicto fue absolutamente desastroso para la nación. Más de 500.000 españoles perdieron la vida, multitud de pueblos fueron arrasados, se produjo una destrucción sistemática de la industria, la ganadería quedó diezmada y el campo inculto, lo que acarreó hambre y enfermedad general. El Patrimonio Histórico construido fue devastado, muy especialmente el eclesiástico, y el arte mueble fue objeto de daños de gran consideración y de rapiña generalizada. Tiempos de desolación urdidos por la élite contra la gente.

Los franceses sufrieron también grandes pérdidas humanas y materiales. Se estima en más de 200.000 los militares muertos durante la guerra. A pesar de no lograr el objetivo planificado, anexionar España y Portugal al imperio galo, el enemigo del otro lado de los Pirineos alcanzó otros fines que habitualmente no se mencionan como propósito diseñado: el debilitamiento general de España hasta conducirla a la decadencia. Esta circunstancia fue aprovechada inmediatamente por los traidores propios y por las potencias internacionales para dividir la nación en múltiples países (a ambos lados del Atlántico) que ya nunca volverían a jugar un papel principal en el escenario geopolítico mundial. De aquella guerra y sus consecuencias directas, las mal llamadas “independencias” americanas, aún no nos hemos recuperado, pues tanto para los españoles americanos, como para los españoles europeos el empobrecimiento de las condiciones de vida de la población, a todos los niveles, fue notabilísimo.

Difícilmente el lector podrá encontrar trabajos históricos en los que se sostenga que la Guerra de la Independencia tuvo también mucho de conflicto civil, de enfrentamiento entre dos visiones antagónicas de la vida. Es esta una perspectiva de investigación muy sugerente en la que debería ahondarse hasta descubrir que el enfrentamiento fue de españoles contra franceses, pero también de las élites españolas, plenamente afrancesadas y favorables al invasor, contra el pueblo llano, al que se pretendía despojar de su identidad y sus tradiciones, un pueblo llano al que no fueron capaces de someter. Pareciera que la Historia gira en bucles caprichosos que nos disponen reiteradamente ante dilemas similares. Pareciera como si aquel tiempo y sus enseñanzas volvieran a mirarnos a los ojos para preguntarnos si repetiremos los mismos errores. ¿Quién representa hoy el papel de la élites afrancesadas de entonces? ¿Quién hace hoy las veces del bobo útil al servicio de los que pretenden ponernos de rodillas? Habría tanto que contar, quizás otro día escriba sobre ello…

De forma bastante irónica, Auguste Escoffier, maestro de cocina francés, dijo a principios del siglo XX que el mejor trofeo que los galos obtuvieron en la invasión napoleónica de las tierras hispanas fue el libro de recetas del convento de San Benito de Alcántara.

Es aquí donde enlazamos la Historia mundial con la Historia local, la Gran Historia con la Microhistoria, pues todo hecho global tiene repercusiones en el ámbito doméstico, cada causa tiene su consecuencia.

 

Logia de la hospedería monástica. / Víctor Gibello.

Logia de la hospedería monástica. / Víctor Gibello.

En el otoño de 1807, meses antes, por tanto, de que tuvieran lugar los acontecimientos que iniciaron la guerra, el Cuerpo de Observación de la Gironda, compuesto por unos 25.000 soldados al mando del general Junot, hizo parada en Alcántara para disfrutar de un descanso antes de continuar hacia Portugal. La villa fue saqueada por el ejército francés, los pillajes y las destrucciones se prolongaron hasta abastecerse de todo lo que creyeron podía serles útil. La violencia fue extrema sobre el conjunto de la población y, muy especialmente, sobre el Conventual de San Benito. Los monjes fueron expulsados y el edifico religioso transformado en burdo cuartel. Estos hechos no conllevaron una reacción en las autoridades, que, siendo conocedoras de ellos, miraron para otro lado, como si las violencias y daños sobre los alcantarinos no tuvieran relación con el reino, ¿es que los súbditos de Alcántara eran menos valiosos que los del resto de la nación, es que tenían menos derechos?

Esta es la Historia de Extremadura en las últimas centurias, siglos de abandono, de olvido y de menosprecio hacia una tierra leal y generosa como pocas. Durante los siguientes años correría la misma suerte buena parte de nuestro Patrimonio: asaltos, robos, destrucciones. Alcántara fue el ensayo de una forma de actuar que sería la norma. En unas ocasiones, las pinturas, esculturas, objetos litúrgicos, bibliotecas formaban parte del botín de guerra llevado a Francia; en otras, se profanaba y destruía simplemente para causar el mayor de los perjuicios posible. Así fueron quemados archivos, destruidos templos, liquidadas sepulturas de prohombres, desmantelados palacios, derribados castillos, arrasados monasterios.

El Conventual de San Benito atesoraba un riquísimo Patrimonio creado por los caballeros de la Orden de Alcántara desde los tiempos de la conquista cristiana de la villa (1212). Esculturas, pinturas y tapices ornaban sus muros, su iglesia guardaba un valioso conjunto litúrgico. Todo ello fue rapiñado, hasta el órgano existente en el templo fue expoliado. El archivo y la biblioteca, que eran muy destacados en su tiempo, corrieron suerte distinta: papeles y pergaminos fueron sacrificados para hacer cartuchos, ¡cuánto saber aniquilado por la ignorancia!

De todos aquellos libros uno fue salvado de tan triste final y enviado de inmediato a Francia. Junot, el general galo que meses después sería intitulado como duque de Abrantes, indultó un manuscrito (quién sabe si alguno más tuvo la misma suerte y aparece cualquier día en la biblioteca privada de un lujoso castillo a orillas del Loira) y se lo mandó a su esposa, Laura Permon, como regalo. Se trataba del saber culinario acumulado en el monasterio durante siglos guardado en un recetario que cambiaría para siempre la gastronomía francesa.

La duquesa, entusiasmada con el recetario y la original forma de cocinar en él recogido, se dedicó a enseñar la novedad por los mejores fogones parisinos, dando lugar al nacimiento de una nueva forma de cocinar en Francia que se extendió rápidamente por todo el país. Alimentos como el consomméy el foie, por citar dos ejemplos que parecen típicamente franceses, no son sino el “consumado” y el “hepagrás” guisados por los monjes alcantarinos desde siglos atrás. Laura Permon recogió en sus memorias las recetas sin citar, por supuesto, la fuente de la que procedían. Auguste Escoffier escribió en 1902 su Guide culinaire, libro que ayudó a difundir aún más recetas como la perdiz al estilo de Alcántara, o el bacalao monacal.

Podría afirmarse, por tanto, que la aclamada cocina francesa nació en Extremadura, nació en Alcántara.

¿Qué queda de aquel convento devastado por la codicia, la brutalidad y la ignorancia? ¿Olerán aún a guisos deliciosos sus muros? ¿Recordarán las piedras en su dormida dureza el sabor de las trufas? ¿Se sentará alguien en su refectorio para deleitarse con algún manjar aderezado siguiendo las directrices monacales? Acompañadme a Alcántara y tratemos de averiguarlo juntos.

El coche se desliza por la Ex – 207, siempre me sorprenden los paisajes de las proximidades de la Rivera de Araya, situada entre Arroyo de la Luz y Navas del Madroño. Tras una recta que parece interminable, el terreno cambia, la carretera asciende, y a ambos lados se aprecia una formación geológica diferencial que se corresponde con la falla de Plasencia, un enorme accidente tectónico que se extiende en línea recta desde el Alentejo hasta Ávila (en dirección SW – NE) y que dio lugar, entre otros espacios singulares, al Valle del Jerte. En la radio, Jeff Buckley y Elizabeth Fraser cantan “All flowers in time bend towards the sun”, las notas se entremezclan con los bolos graníticos y las diabasas, que parecen conformar un escenario más propio de otro planeta.

En lugar de entrar en Alcántara, continúo por la Ex – 117 hacia el puente. Algún día escribiré un artículo sobre él, un Paraíso Olvidado que, por momentos, parece abandonado a su suerte. En esta ocasión trato de encontrar puntos de contemplación de San Benito que permitan apreciar su volumen y su entidad, es necesario alejarse de los árboles para contemplar el bosque y reconocerlo. Paro el parking de la Hospedería, antiguo convento franciscano reconvertido con acierto en hotel; también me bajo en el Rincón de los Engendros, pocos nombres también puestos como este; y me acerco hasta el mirador de la presa, un excelente balcón para disfrutar una espectacular panorámica de la población. San Benito destaca con rotundidad. Desde la distancia sus formas denotan fases constructivas en las que se alterna el carácter defensivo inicial de tradición medieval, con la apertura de logias y vanos propios del renacimiento.

Cierta nostalgia se apodera de mí cada vez que me adentro en Alcántara, de año en año es apreciable como la villa se despuebla. Resulta triste apreciar como un asentamiento con tan larga y rica historia, con tanto potencial cultural aún por explotar es abandonado, lenta pero inexorablemente. Este fenómeno no es exclusivo de Alcántara, resulta común en todo el interior peninsular, a excepción de Madrid y algunas capitales provinciales, pero el que sea un proceso generalizado no consuela en absoluto.

Desde el arco de la Concepción transito por la calle Llanada, giro hacia la calle Chapatal, que desemboca en Trajano, y ya puedo contemplar la totalidad del flanco este del Conventual. Junto a los testeros del templo se alza la espectacular logia dividida en tres alturas de la que fuera hospedería monacal. Ante ella se extiende el amplio espacio en el que se desarrolla el Festival de Teatro Clásico de Alcántara, un acontecimiento cultural que ha de ser resaltado.

 

Vista área hospedería. / Víctor Gibello.

Vista área hospedería. / Víctor Gibello.

Este flanco del conjunto edificado posee un diseño de gran valor estético. Los tres elevados ábsides fueron construidos íntegramente en sillería granítica, el central tiene planta poligonal y está más desarrollado que los laterales, de traza semicircular. Unos y otro ofrecen contrafuertes cuadrangulares que alcanzan la cornisa superior, hecho que realza la sensación de verticalidad de la edificación. Una moldura horizontal recorre los testeros, sobre ella se abren amplias ventanas de medio punto dotadas de acusado derrame. Sobre la ventana central de la cabecera principal se abre una hornacina en la cual se cobija una escultura de la Virgen, a cada lado de ella resaltan dos escudos de mármol blanco ligados con los emblemas de la Orden. Bajo la moldura indicada destacan también diversos motivos heráldicos: en el ábside SE el escudo de Fray Nicolás de Ovando, en el central las insignias de Carlos I, y en el ábside NE las armas de Diego de Santillán. Junto a este último sobresale un volumen semicircular que se corresponde con la escalera de caracol que permite la subida a una sala sobre la sacristía.

Entre dos torres circulares que avanzan de la línea del muro anexo se abre la amplia galería de la hospedería. Está dividida en tres cuerpos, los dos inferiores arcuados (esbeltos arcos de medio punto), y el superior adintelado. A la izquierda se eleva el cubo de Carlos I, fácilmente reconocible por el escudo de sus armas, y rematado por bóveda semiesférica. En el lado opuesto se sitúa el cubo de Felipe II, también ornado con su heráldica.

Podría pasar todo el día contemplando el espectáculo, viendo como la arquitectura se modifica con la luz del sol cambiante. Podría pararme a apreciar el juego de las aves, reinas del movimiento, en interacción con el estatismo construido. Podría asomarme al balcón que permite comunicar la edificación renacentista con la ingeniería del siglo XX representada por la presa y su telón de hormigón como parte del paisaje circundante.

Sin embargo, dejaré la observación exterior para buscar la puerta que me permita adentrarme en la poética del espacio interior. Rebaso el exterior de la capilla del Comendador de Piedrabuena y el volumen imponente de la iglesia. Sus muros informan de que la obra fue inconclusa, cerrada de forma apresurada y no acorde con el diseño programado. El muro que cierra el templo hacia el oeste se realiza con mampostería de pizarra, nada que ver con el trabajo de cantería de perfecta estereotomía del resto. Sobre la puerta una hornacina, y en ella una imagen de la Virgen María, a quien está dedicada la iglesia.

El flanco sur es muy sencillo, obra propia del siglo XVIII vinculada a las dependencias monásticas. Se trata de una construcción estructurada en dos plantas dotadas de vanos simétricos adintelados, a excepción de la puerta con traza de medio punto entre pilastras. Sobre ella, en la planta alta, se disponen el escudo de la Orden de Alcántara y el peral, símbolo de la primitiva Orden de Pereiro, dispuestos a ambos lados de un balcón sobre cornisa moldurada.

 

Vista del claustro./ Víctor Gibello.

Vista del claustro./ Víctor Gibello.

Tras llamar a la puerta y ser acogido, había concertado la visita previamente, me adentró en un amplio recibidor cubierto con bóvedas de arista. Atrae mi atención el sepulcro del que fuera Maestre de la Orden, Suero Martínez, pero no me detengo en él, pues me llama el claustro en torno al que se distribuyen la totalidad de dependencias. Adoro los claustros, esos microcosmos que se diseñan como evocaciones del Paraíso y su perfección divina, remansos de paz, de sosiego y de contemplación. El patio alcantarino es de una sobriedad casi ascética, sin aditamentos, ni ornatos más allá de los precisos. Se desarrolla en dos alturas, con doble número de arcos en la planta alta (carpaneles) que en la baja (de medio punto). Tiene planta cuadrada y es obra de la primera fase constructiva, de principios del siglo XVI.

 

Detalle del claustro./ Víctor Gibello.

Detalle del claustro./ Víctor Gibello.

La crujía sur da acceso a la iglesia. La este permite la comunicación con la sacristía y con la capilla del Comendador Santibáñez, un interesante espacio con elevada bóveda de crucería, que sirvió como iglesia y como sala capitular hasta la realización del templo definitivo. La crujía norte comunicaba con el refectorio, ante el cual se sitúa el lavatorio, y con las celdas, totalmente perdidas, hoy un amplio patio en el que las piedras renacentistas se ligan con el hormigos contemporáneo gracias a la vegetación. Sobre el refectorio se situaba la biblioteca, cuyo artesonado de madera fue vendido al potentado norteamericano W. Randolph Hearst, uno de los muchos expolios realizados sobre nuestro Patrimonio por individuos que creen que todo puede ser comprado.

 

Arquerías planta baja del claustro./ Víctor Gibello.

Arquerías planta baja del claustro./ Víctor Gibello.

Tras recorrer el claustro con calma me adentro en la iglesia. Su majestuosidad siempre me sorprende. Aunque no llegó a completarse su diseño, siendo terminada de forma tosca y apresurada, su dimensión y traza sorprenden. Habiendo sido despojada completamente por las tropas francesas, el edificio se muestra desnudo, sin aditamento alguno más allá de la propia arquitectura y de la escultura asociada a ella. Pedro de Ibarra, arquitecto del templo hizo en él un trabajo espléndido a mediados del siglo XVI. Cada una de las tres naves finaliza en un testero. Los pilares que las compartimentan son tan elevados y el espacio tan amplio, que no se genera una sensación visual de división. La bóveda de crucería, dispuesta a una notable altura, se expande casi en horizontal hasta cubrir toda la superficie. Su visión, iluminada por los amplios ventanales, resulta fascinante.

 

Vista general del templo./ Víctor Gibello.

Vista general del templo./ Víctor Gibello.

 

En el flanco sur se abre la capilla de Frey Antonio Bravo de Jerez, Comendador de Piedrabuena, capilla que amplifica la magia que emana la totalidad de la iglesia. Requiere de una restauración urgentísima, pues el granito de sus muros se degrada con el simple roce, circunstancia que pone en serio riesgo su supervivencia. No quiero abandonar el conventual sin visitar la escalera que enlaza las plantas alta y baja de la sacristía, siempre me asomo a disfrutar de su contemplación, sus curvas son absolutamente hipnóticas.

Bóvedas del templo./ Víctor Gibello.

Bóvedas del templo./ Víctor Gibello.

 

¿Cuáles son los orígenes de este convento?

Después de conquistada la población, se instala en ella la Orden militar de Pereiro, que poco después cambiaría su nombre por el de Alcántara. Los caballeros ocuparon la antigua alcazaba, situada en los altos próximos al río, desde donde se controlaba el puente. La paz disfrutada en la zona según la frontera con el Islam era desplazada hacia el sur, la incomodidad del emplazamiento y la inadecuación de las instalaciones a las funciones requeridas por la Orden sembraron la necesidad de crear una nueva sede más acorde con la dignidad y el poder de los alcantarinos. Dos siglos más tardes, aún anclados al mismo lugar, los monjes abandonaron el convento y se fueron a vivir a sus casas.

Bóveda cabecera ábside lateral./ Víctor Gibello.

Bóveda cabecera ábside lateral./ Víctor Gibello.

 

En 1488, el Capítulo General de la Orden decidió la construcción de un nuevo edificio, aunque no dispuso de medios económicos para ello. Hasta 1499 no se iniciaron las obras. El lugar escogido estaba muy alejado de la villa, en las cercanías de la ermita de Nuestra Señora de los Hitos. El descontento por la ubicación elegida provocó la paralización de los trabajos y la elección de un nuevo sitio, esta vez en Alcántara, al norte del núcleo habitado, próximo al camino que comunicaba con el puente.

Las nuevas obras arrancaron en 1506, siguiendo las directrices y diseños de Pedro de Larrea, quien llevó el mando hasta su destitución en 1518. Hasta entonces pudo realizar el claustro y algunas de las salas existentes en torno a él con una clara vinculación formal con el gótico tardío. Su sustituto, Pedro de Ibarra, realizó la iglesia y la hospedería. Murió en 1570, sin haber podido terminar todas las obras planificadas. A lo largo de las siguientes centurias tuvieron lugar numerosas obras y reformas, algunas, como las acaecidas durante las guerras de Sucesión y de la Independencia, fruto de los conflictos que afectaron significativamente la vida del convento.

Escalera de la sacristía./ Víctor Gibello.

Escalera de la sacristía./ Víctor Gibello.

 

Fue abandonado por los monjes con la exclaustración de Mendizábal, pasando a manos privadas en 1836, a excepción de la iglesia, que, gracias a la presión popular, quedó en poder del ayuntamiento. El edificio, declarado en 1914 Monumento Nacional, fue adquirido por la empresa Hidroeléctrica Española; actualmente, fruto de su fusión con Iberduero, es propiedad de Iberdrola y gestionado por la Fundación Iberdrola España.

Escalera de la sacristía./ Víctor Gibello.

Escalera de la sacristía./ Víctor Gibello.

 

Gracias a la significativa inversión realizada por Iberdrola el conventual pudo ser restaurado. La Fundación Iberdrola España se encarga de la gestión del monumento, así como de su mantenimiento y conservación en perfectas condiciones; puede ser visitado y acoge eventos de diversas características a lo largo del año. San Benito constituye un interesante modelo de gestión, quizás su ejemplo debería extenderse a otros muchos bienes de nuestro Patrimonio que, huérfanos de las buenas atenciones y cuidados de los que disfruta el monumento alcantarino, se degradan de año en año hasta su desaparición. En verdad, estamos necesitados de mecenas que crean en el Patrimonio, que apuesten por la cultura, y, muy especialmente, que inviertan en el presente y en el futuro de nuestra tierra.

Espacio de antiguas cedas./ Víctor Gibello.

Espacio de antiguas cedas./ Víctor Gibello.

 

En San Benito de Alcántara ya no hay oraciones al amanecer, ni de sus fogones emanan vapores capaces de contentar el paladar más exigente; en San Benito ya no resuena el órgano de la iglesia, ni sus campanas marcan el ritmo de los días. Si embargo, en San Benito sigue existiendo un tesoro de valor incalculable que no pudo robar ni la burda soldadesca, ni la ignorancia que lo relegó al abandono. Ese tesoro se llama Historia, se llama Patrimonio, y desde el pasado los ancestros hacen que brille para alumbrar nuestro presente y enfocar nuestro futuro.

Busco en el archivo musical. Para el camino de regreso elijo el álbum Island Songs, de Ólafur Arnalds. Ya suena el tema Particles, la cadencia de la voz de Nanna Bryndís Hilmarsdóttir acompañará los kilómetros que me esperan.

 

Capilla del Comendador de Piedrabuena. / Víctor Gibello.

Capilla del Comendador de Piedrabuena. / Víctor Gibello.



Extremadura posee un patrimonio muy rico y diverso, quizá de los más destacables cualitativa y cualitativamente de la Península. El blog Paraísos olvidados pretende recuperar y dar a conocer la memoria de esta herencia de siglos, un legado compuesto por monumentos y yacimientos arqueológicos, pero también por paisajes, bosques, manantiales, restos de arquitectura vernácula, tradiciones, etc.

Sobre el autor

Arqueólogo, historiador, historiador del Arte, fotógrafo, escritor, emprendedor. Durante los últimos 25 años ha realizado numerosos trabajos de investigación, excavación, restauración y puesta en valor del Patrimonio Cultural por toda España, así como diversos proyectos internacionales. Paraísos Olvidados es un recorrido diferente por el Patrimonio de Extremadura, un viaje a los espacios más singulares, atractivos y amenazados de nuestra tierra, un experimento de divulgación que pretende crear conciencia en la sociedad para su conocimiento, valoración, protección, conservación y disfrute


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