“La genialidad está en ver lo que todo el mundo ha visto y pensar lo que nadie ha pensado”
Albert Szent-Györg, descubridor de la vitamina D
Redescubro esta cita leyendo un post de Pilar Jericó sobre las barreras que nos pone la mente. Pilar empieza su post con estas líneas:
“Ningún ser humano es capaz de correr un milla de distancia en menos de cuatro minutos”. Este era el pensamiento que perduró durante años. Había un sinfín de explicaciones provenientes de comentaristas deportivos, expertos en fisiología y médicos. Era imposible, sencillamente, porque nadie lo había podido conseguir… Hasta que llegó la mañana del 6 de mayo de 1954 y Roger Bannister participó en la carrera de una milla de distancia en Oxford. Este joven de 25 años había quedado cuarto en las Olimpiadas de Helsinki dos años atrás en 1.500 metros, con una marca de 3:46,0. No parecía que pudiera romper la barrera de los cuatro minutos porque, recordemos, era imposible. Sin embargo, esa mañana aquel joven corrió los 1.609 metros que suponen una milla en 3:59,4. El resultado fue un acontecimiento histórico en el mundo deportivo y no solo en Reino Unido. Pero no fue el único que lo logró. A las seis semanas un corredor australiano, John Landy, superó el record anterior con una marca de 3:58,0. Y, desde entonces, los cuatro minutos han sido fulminados miles de veces, porque sencillamente, la barrera era el resultado de la imaginación que no de un límite real. Y si trasladamos este ejemplo a nuestra vida cotidiana podríamos preguntarnos: ¿cuántas “millas” tenemos en nuestra mente que no son reales y que nos impiden alcanzar nuestros objetivos?
Y cuánta razón retienen estas palabras. Nos pasamos la vida poniéndonos limitaciones a nosotros mismos, y un buen día nos despertamos intentado averiguar por qué no somos capaces de esto o de aquello, soñando con cosas inalcanzables para nosotros. Eso si tenemos la suerte de despertar nuestras inquietudes y tan siquiera plantearnos la curiosidad de qué ocurriría si fuéramos capaces.
Desde niños estamos condicionados por las etiquetas que nos “ganamos” por culpa de unas palabras que, probablemente con total desconocimiento de sus consecuencias, nuestros padres, amigos o profesores se encargaban de colgarnos en nuestras espaldas, sin saber que cargaríamos, en muchos de los casos, de por vida con ellas y condicionarían nuestra conducta.
El poder de la palabra es tal, que el niño tímido es incapaz de evolucionar a sociable porque desde niño ha sido “el chico tímido”; o el joven problemático que desde que tiene uso de razón era “el niño malo” del barrio.
Si nacemos y crecemos metidos en la cueva, ¿cómo vamos a creer que fuera hay una vida de posibilidades? ¿cómo vamos a imaginar que lo que vemos es tan sólo una sombra de la realidad? Eso que Platón describía de esta manera tan gráfica, lo podemos aplicar directamente a nuestra mente, que habiendo sido educada en una cueva, con sus limitaciones, no se imagina lo que es capaz de llegar a conseguir.
Nuestra mente es la principal barrera que debemos derribar en nuestro camino hacia la consecución de nuestros sueños. Nadie te asegura el éxito, no te engañes, pero lo que está claro es que, al menos, habrás empezado a caminar. Ese primer paso que parece tan fácil, pero que en cambio es el motivo de la inmensa mayoría de nuestros sueños que se quedan en eso, en simples sueños, pero que a su vez, ese paso es el primer culpable de todos nuestros logros, nuestros éxitos, nuestros sueños cumplidos.
Y ya que las limitaciones nos las iremos encontrando por el camino, ¿por qué aceptar las barreras que nos han impuesto? ¿Por qué creer que si otros no pudieron, nosotros no vamos a poder?
Nadie más que yo sabe lo que recuerdo a mi tío Paulino, quien se empeñó en discutir con la vida a sabiendas que perdería. Por entonces yo no era más que un crío al que entretener mientras los mayores trabajaban. Y con la mirada atenta en todo lo que ellos hacían, ahí estaba yo para decir que el cemento necesitaba más agua, que los ladrillos mejor apilarlos allá o que mejor empezar de izquierda a derecha y no al contrario. Fue entonces cuando mi tío me bautizó como “el ingeniero”, torpe con las manos pero ágil con la cabeza. Si causa o efecto, no lo sé, pero esas palabras me persiguieron toda la vida, hasta alcanzarme de lleno el día en que me convertí oficialmente en ingeniero. Gracias Tito.
No permitas que nadie te diga lo que no eres capaz de hacer, probablemente no quieran descubrir sus fracasos en tus propios éxitos. Derriba las barreras de tu mente y da ese primer paso para salir de la cueva. Ni te imaginas el mundo que te espera fuera.