Tendría unos veinte años cuando en un supermercado me encontré un cajón enorme con cientos de CDs como si de un mercadillo se tratara. En aquella época en la que los CDs eran todo un lujo, tanto por el precio que tenían como por el presupuesto que manejaba, no sé qué me sorprendió más, si encontrármelos medio tirados o aquel cartel que tanto me sedujo… “CDs a 300 ptas”.
Enseguida creí saber el motivo… Se trataba de música enlatada. Sí, sí, enlatada, literalmente. Una lata redonda, del tamaño del disco; por dentro un CD sobre un trozo de espuma; por fuera, un nombre y un dibujo que no decía nada en la parte delantera, y un listado con las canciones en la parte trasera. Simple, muy simple. Saqué el CD, levanté la esponja, pero nada, ni un miserable librillo donde ver fotos, letras de canciones ni nada por el estilo.
Tras remover aquel montón de latas, no encontré ninguna actual, ninguna que “mereciera la pena”, pero dado que se trataba de una apuesta asumible, decidí llevarme una. No sé qué vi en aquella lata, una de tantas, con el nombre de una señora completamente desconocida que ni siquiera sabía pronunciar y que incluso estaba escrito de formas distintas, pero decidí que sería la elegida.
Nada me hacía presagiar el tesoro que encerraba aquella hojalata que hoy me trae hasta aquí, agradecido de aquel brote de curiosidad, de inquietud que al igual que ocurrió en ese momento con la música, intento aplicar a cualquier ámbito de la vida.
Es llamativo que después de tantos años recuerde esa anécdota tan orgulloso de mi valentía al realizar aquel “salto al vacío” (teniendo en cuenta que al cambio eran unos cuantos viajes en autobús a la Universidad). Aunque lo que realmente me llama la atención es exactamente lo contrario. Me resulta llamativo que existan personas que nunca se hayan tirado al vacío en algo, que controlen hasta el más mínimo detalle de su vida para no encontrarse ante algo inesperado.
Puede parecer ridículo, ¿verdad? ¿Qué tiene de extraordinario gastarse unos eurillos en algo que no sabes si te gustará? Pero no te fijes en el detalle y reflexiona sobre el hecho. Da igual que sea comprar música, ver una película, viajar a un lugar o conocer a una persona… Todo es lo mismo, es explorar, es buscar sin saber qué, dejarse llevar, descubrir y bucear en el mundo infinito que se encuentra más allá de nuestra consciencia, de nuestro círculo de confianza o zona de confort.
Qué importante es promover este tipo de inquietudes, de aventuras, cobrando mucha más importancia en estos tiempos en los que podemos escuchar la música que queramos antes de comprarla, tenemos miles de muestras para saber qué perfume comprar a nuestra pareja, podemos saber con todo lujo de detalles cómo quedará nuestra casa antes de construirla, podemos saber dónde y qué comer en cualquier parte del mundo, sabemos quien nos llama antes de descolgar el teléfono, podemos ver en la tele lo que queramos cuando queramos e incluso un algoritmo nos indica el porcentaje de éxito en una relación de pareja. Y por si no fuera suficiente, tenemos la Wikipedia.
Hoy en día, en que la sorpresa se ha convertido en una decisión personal, es vital para el desarrollo de nuestra personalidad y de nuestra salud social permitirnos ser asombrados por cualquier ínfimo detalle. No tengo ninguna duda de que esta sensación de desconcierto es tan necesaria para el alma, como los complementos alimenticios para el cuerpo y, además, en una proporción directa, pues a medida que pasan los años, nuestra capacidad de asombro disminuye en la misma proporción que crece nuestra necesidad de aporte extra de vitaminas, colágeno, omega 3 o factor de transferencia.
Tan solo hay que fijarse en un niño al tocar la arena de la playa por primera vez, o cómo puede pasar toda una tarde observando un reguero de hormigas yendo y viniendo sin descanso. En esas edades la vida está llena de experiencias novedosas y su actitud ante ellas será muy determinante en su crecimiento. En cambio, los que ya pasamos esa edad hace tiempo, podemos caer en la tentación de limitar nuestras experiencias a la circunscripción de nuestro conocimiento, en el que sabemos qué nos gusta y qué no, cerrando las puertas a lo desconocido por el simple hecho de serlo y alimentando el monstruo de la pereza.
Me encanta ser testigo de cómo mis hijas experimentan con el mundo, ver cómo devoran el sashimi porque un día decidieron dar ese salto al vacío, a pesar de ver continuamente cómo la primera reacción ante algo que no ha probado un niño suele ser el “no me gusta”. Me satisface comprobar cómo una niña va al colegio orgullosa con sus tres coletas, a pesar de que lo “permitido” son una o dos.
Una y otra vez soy testigo de la superación en tantas cosas de los hijos frente a sus padres (y quien sea padre me entenderá). Hoy nos hemos saltado la norma de cenar sin ver la tele, la tablet o el móvil, pero ante la petición recibida no me ha quedado más remedio que claudicar, todo por ver cómo dos micos cantaban La chica de ayer junto a Antonio Vega, Rufino junto a Luz Casal e incluso chapurreaban She’s got you junto a Patsy Cline, sin necesidad de esperar a cumplir los veinte y jugarse un puñado de euros. Ese salto lo dio su padre por ellas; ellas darán otros saltos por su padre.