El día comenzaba como cualquiera, con las pocas rutinas que puedo conservar en estos momentos de confinamiento. Tras una ducha algo más larga de lo normal, me visto con sigilo mientras todos duermen y me dispongo a que mi perro me saque de casa en nuestro paseo matutino.
El aire más frío que los días anteriores y el suelo irregular lleno de charcos muestran los vestigios de una noche que hace poco que se fue. Coches en los garajes, la gente tras los cristales, silencio atronador.
Solo un grupo de pájaros me alzan la mirada, piando y revoloteando como si todo fuera como siempre. Y es así, con la mirada al frente, como descubro el inmenso nubarrón que ahora borra el horizonte después de haberse dejado en el mismo suelo que ahora piso.
El Sol debería haber salido ya, pero no asoma por ningún sitio, hasta que, en cuestión de segundos, un sinfín de haces de luz consiguen transcender a las nubes convertidas en el nuevo horizonte. Esas nubes inviolables y totalmente opacas son incapaces de contener todo ese derroche de luz que se abre camino sobre ellas.
Sigo los trazos de luz con la mirada hasta descubrir que, justo sobre mí, el día me regala un cielo azul tan bonito como inusual, así como una nueva lección en estos días difíciles. Estoy triste, pero sigo siendo feliz.
Así lo decidí hace tiempo y me reafirmo en ello. De un gran amigo aprendí que aunque nada cambie, si yo cambio, todo cambia.
Con mi mirada sobre el zenit, apuro los centímetros de cremallera de mi chaqueta, cojo todo el aire fresco que me permiten mis pulmones y disfruto del frescor en la cara y calor en el pecho. Vuelvo a mirar al horizonte, donde puedo mantener mi mirada gracias a las nubes y así disfrutar de la dorada corona que otros días me hubiera cegado. Lo demás ahora no importa.
El resto del trayecto es suficiente para definir mi único plan del día: no veré, leeré ni escucharé ninguna noticia. Estos días son extraños, sin duda, mas no agradezco el motivo, pero sí sus otras consecuencias más allá de las desgracias que por todas partes se empeñan en mostrarnos.
Despertar a mis hijas, empezar el día todos juntos, “buenos días, mi amor”, trabajar descalzo y que mi café coincida con su recreo. Comida en familia, tarde de paz, atender algunos correos y jugar, jugar y jugar.
Ten por seguro que mañana también amanecerá
Qué duda cabe de la gran tragedia que estamos sufriendo en lo personal, y de la que nos espera en lo económico. Qué duda cabe de que esta III Guerra Mundial dejará muchas muertes a pesar de no caer ninguna bomba, no habrá vencedores, pero sí vencidos, y que el mayor enemigo no son los otros, sino nosotros mismos.
Pero mira a tu alrededor… Los niños ríen y juegan, los pájaros cantan y la naturaleza grita más fuerte. Deja de ser tu propio enemigo, mirando los charcos que pisas y los que pisarás, levanta la mirada. Verás que ni las peores tormentas podrán detener tu luz y que esto también pasará.
Tú decides cómo afrontarlo, con qué mirada caminar, pero sea como fuere, ten por seguro que mañana también amanecerá.