Les dedico mis palabras a nuestros seres queridos fallecidos con el deseo de que hayan encontrado la felicidad eterna.LA muerte nos genera inquietud y a nadie deja indiferente, hasta tal punto que puede agobiarnos su mera pronunciación. De ella tenemos experiencias, porque a todos se nos han muerto seres queridos: abuelos, padres, hermanos. Hay quien, incluso, ha tenido la enorme desgracia de enterrar a un hijo. Es personal e intransferible y aunque deseemos dar la vida por alguien, no le ahorraremos ese trance. Es un acontecimiento que afecta al sujeto, a la familia y a su sociedad, es algo natural, común a todo ser vivo y la afrontamos acompañados, pero el tránsito lo hacemos solos. La muerte nos inquieta, no estamos preparamos para afrontarla y de esto tratamos hoy.
Un día fuimos óvulos fecundados que nuestros padres tuvieron a bien dejarnos crecer y al nacer recibimos dos regalos. El primero fue la sociabilidad, nos dieron un nombre desde el que nos relacionamos con el mundo y éste con nosotros, y el segundo fue nuestra cartilla del cómputo del tiempo y nos convertimos en «seres moribundos» como diría M. Heidegger. Esta realidad física tiene una existencia limitada que puede ser de 10, 30 ó 91 años. Pocas personas superan la barrera de los cien. La dimensión social se va desarrollando en relación con los otros humanos, con los animales, la naturaleza en su conjunto y también con Dios, que nos transciende y acompaña y nos proporciona placeres, dolores, momentos agradables y desagradables.
Si volvemos a la muerte hay que destacar que ningún animal tiene conciencia de la misma porque su condición, eminentemente física, conlleva el fin temporal. El ser humano, como realidad social, se resiste a aceptarla porque lo propio de esta dimensión son los afectos y estos no mueren. Estas relaciones afectivas son las que hacen de la muerte algo que nos da miedo porque nos aleja de las personas que queremos, de los proyectos inacabados, de las ilusiones, y de un largo etcétera. Si combinamos el final físico con los sentimientos que no tienen fin, entonces nos produce desconcierto. Enterramos a nuestros seres queridos y les seguimos queriendo, les echamos de menos, les percibimos en los recuerdos, en el aire. Nos duele la muerte porque no desaparece nuestro amor y tendremos que aprender a encararla desde aquí.
Debemos crear un estilo de vida basado en los sentimientos, en la confianza, viviendo desde el presente. Sabiendo admitir las pérdidas y los cambios, aceptando lo que no se puede modificar y sustituyendo lo que sí podamos. Hay que buscar el sentido a lo que uno hace y es, aunque sea algo sencillo y sin importancia, con la esperanza de que nuestra realidad social, afectiva y espiritual transcienda el tiempo y viva en los demás. Un estilo de vida basado en ayudar, en el que se valore el esfuerzo y la solidaridad. Es crear una vida en la que se comprenda al que lo pasa mal con la esperanza en una vida mejor.
Hoy es un buen día para comenzar a poner en práctica este estilo que nos proporciona una adecuada preparación para la muerte física. En la vida somos nosotros los que decidimos qué hacer ante cada situación, intentemos hacer nuestras elecciones desde una perspectiva positiva, que nos lleve a estar mejor con nosotros mismos y con los demás, y si nos confundimos entonces rectificamos y volver a intentarlo. Difícil, ¿verdad? Pero no imposible. Muchos hombres y mujeres, algunos conocidos por nosotros, nos dieron las claves con sus vidas y sus despedidas físicas para afrontar este tema difícil de la muerte y a ellos les pertenecen estas palabras mías y estos recuerdos nuestros, además de la eternidad.