Algunas noches de verano me siento a observar el cielo con su infinidad de estrellas y lo primero que percibo es la inmensidad, el silencio y la armonía que te atrae y sumerge en sus inmensidades. Poco a poco va surgiendo la sensación de la propia pequeñez, de los límites espaciales y temporales del propio cuerpo y de la existencia. Ese mismo mundo supralunar, como afirmaba Aristóteles, que miraron nuestros antepasados y del que disfrutaron y se dejaron deslumbrar lo tengo ante mis ojos.
A eso le añadimos que podemos interactuar con él gracias a sus estrellas fugaces que las acompañamos con deseos que tenemos en la mente y en el corazón. Es una actividad sencilla, solo se necesita oscuridad, mirar hacia arriba y después de unos quince minutos de espera te encontrarás la magnitud de lo infinito y la pequeñez de lo limitado.
Me pregunto, sin ánimos de atormentados pesimismos, el porqué la evolución nos ha conducido hasta una existencia plagada de contradicciones. A veces pienso que al hombre le sobra el momento en el que toma consciencia de la propia vida y la de los demás. A un nacer doloroso, a una educación llena de esfuerzos no siempre recompensados, a una preparación académica y profesional costosa para un trabajo inexistente o no elegido con libertad, a unas necesidades e imposiciones sociales y culturales que pueden ahogar y angustiar se le unen continuas despedidas y muertes. Se mueren los abuelos sin que nos demos prácticamente cuenta, también los padres, los tíos, los hermanos, vecinos y amigos, los desconocidos que aparecen en las esquelas o de los que nos hablan y están aquellos olvidados, de los que no se dice nada. Todas nos van dirigiendo con mano dura y sin titubeos a la nuestra.
Me pregunto si tantos sacrificios a lo largo de la vida merecen la pena porque terminamos en el absurdo de la muerte. Tanto para tan poco podría ser el resumen de lo escrito.
Si queremos entender esas sensaciones es preciso que nos situemos en lo que expresan las palabras y no vayamos a lo espiritual porque entonces sublimamos nuestras impotencias y limitaciones. Me pregunto, en ocasiones, si no hubiese sido más fácil la vida sin consciencia y al responderla encuentro una respuesta que me satisface profundamente. Si no tuviera consciencia tampoco tendría conocimiento del amor, ni de la amistad, o de la paternidad en su pleno sentido, ni del compañerismo, ni del gozo de la meta alcanzada o de la satisfacción de la recompensa recibida. Si me dieran a elegir entre no tener consciencia y ahorrarme el sufrimiento o poseerla y disfrutar de los logros, sin duda elegiría lo segundo porque el placer me llena más que el displacer.
En medio de estos pensamientos me sorprende una nueva estrella fugaz y formulo para mis adentros otro deseo difícil de que se cumpla, porque esa paz que deseo parece ir en contra de una parte de la esencia del ser humano, como es la violencia y la guerra. Aún así pido la paz para todos.