En estos días en los que iniciamos los cursos académicos hemos de reflexionar sobre educación, sobre nuestros jóvenes y sobre lo que les enseñamos en las casas, en las aulas y en las calles. Valgan las siguientes líneas como sugerencias a considerar, consciente de que son sólo apuntes.
Es crucial que les enseñemos a confiar en sus capacidades, en las que poseen y podrían conseguir y no frustrarse por las que no tienen, incluso, ni tendrán. La educación debe hacerles ver cómo son y hasta dónde pueden llegar, que posiblemente sea mucho más de lo que ellos creen a priori. Reconocer lo que uno es supone aceptar las limitaciones y deficiencias. Eso supondría el primer paso para quitarse complejos y frenos.
Otro punto es que tanto los éxitos como los fracasos se han de vivir con serenidad y templanza. Ni somos los mejores y únicos ni tampoco los peores que no merecen seguir viviendo. Siempre se puede mejorar lo bueno y pulir e ir suprimiendo las debilidades y fallos. Tener claro que no todo es lo mismo ni da igual porque si así fuera nos estaríamos convirtiendo en seres mediocres que se sienten satisfechos con la ramplonería. Formarles en el goce y disfrute con los nuevos conocimientos y destrezas es la puerta de que la excelencia resulta más cercana si hacemos del esfuerzo una de nuestras señas de identidad.
Las prisas no son buenas consejeras, ni la improvisación o la falta de paciencia. Cuando no las fomentamos corremos el riesgo de caer en los tentáculos de la traicionera y molesta ansiedad que tanto devalúa los resultados. El tiempo ha de ser el presente porque para que llegue el futuro se ha de vivir un presente continuado. El objetivo de alcanzar una sociedad más justa e igualitaria, antesala de ciudadanos felices sigue siendo válido y muy actual, aunque no lo hayamos conseguido todavía.
Transmitirles principios, creencias y valores de la vida, como son el respeto, en especial a los más débiles y desfavorecidos. La gratuidad y la ayuda como garantes de una sana convivencia, lo beneficioso de ser tolerante, fomentando el diálogo desde los pensamientos y sentimientos. Hemos de crear ambientes serenos en los que se potencien la participación y el intercambio, sabiendo ocupar el sitio que a cada uno le corresponde tanto por madurez como por conocimientos. La cercanía con el niño y el joven han de combinarse con criterios claros y pensados para que no se queden sin referentes. Los adultos no somos colegas de los jóvenes ni tampoco sus dueños.
Todos deseamos que nuestros hijos y alumnos maduren y se vayan formando como personas y como futuros profesionales de los más diversos campos del saber y del actuar, y para que eso no se queden en el mundo de las utopías y sea una realidad es preciso que padres, profesores, políticos y adultos en general hagamos de la confianza el eje de nuestras relaciones.