Un buen amigo profesor me contaba hace unos días que algunos de sus alumnos le habían cuestionado las maneras de transmitir sus conocimientos y la metodología empleada para impartir las clases. Los escuchó, con paciencia y sana humildad, y tuvo en cuenta las dos consideraciones presentadas. La primera se refería a la rapidez de las exposiciones y no le resultó complicado ir algo más despacio y la segunda la solucionó también sin ningún esfuerzo porque consistía en aumentar el número de ejemplos. El ambiente en el aula mejoró, él estaba satisfecho y les pidió que planificaran el esfuerzo.
La sorpresa vino unos días después con motivo del examen escrito. El grupito de estudiantes que más críticas le presentaron obtuvieron unos resultados inferiores al resto de la clase. Antes de comentarlo abiertamente con ellos, analizó las posibles causas. Se preguntó si sería por una cuestión de capacidad intelectual o por una memoria más frágil o por un exceso de actividades extraacadémicas que le limitasen el tiempo de estudio.
Sus conclusiones coincidieron con las respuestas de los propios alumnos en una puesta en común que celebraron. Las razones eran simplemente de despistes. Se les echó el tiempo encima y las horas de estudio resultaron insuficientes. Supieron reconocerlo y prometieron que no volvería a ocurrir.
Aprovecho esta sencilla historia para reflexionar sobre algunas situaciones de nuestras vidas y actividades. Protestamos o cuestionamos a los demás cuando nosotros no somos mejores e, incluso, podemos estar por debajo. Reprochamos a los demás la falta de puntualidad sin preguntarles el porqué y no justificamos la propia tardanza, dudamos de la calidad del docente y no estudiamos lo suficiente, protestamos por las pocas atenciones recibidas en la sanidad y hacemos un uso excesivo de ella, cuestionamos a los compañeros y fomentamos el cuchicheo y mal ambiente, criticamos a nuestros padres y no colaboramos con ellos, corregimos a los hijos desde la incoherencia entre lo que decimos y hacemos, exigimos a los alumnos sin tener en cuenta sus peculiaridades.
Corremos el riesgo del doble rasero. El primero es ser muy exigente con los demás y poco con nosotros. Nos convertimos en intransigentes y en unos eternos insatisfechos que se van quedando solos porque todos huyen y nadie les aguanta. Existe un segundo tipo, la de aquellos que son muy exigentes consigo mismos y poco con los demás y viven agobiados porque nunca están contentos y viene el agotamiento, la tristeza de metas inalcanzadas por inalcanzables.
Ambas situaciones nos incapacitan para ser felices, anhelo del ser humano y llegamos a derroteros amargos y enfermizos. Nos alejamos de los demás para quedarnos ensimismados y reducidos a nuestro pequeño mundo en el que no se comparten actividades, ni ideas, ni sentimientos ni creencias. Cuando esto sucede dejamos el “nosotros” para instalarnos en el “egocentrismo absurdo” caracterizado por la falta de crecimiento. Un sano equilibrio entre lo que damos y pedimos, entre lo que exigimos a los demás y a nosotros mismos es fundamental para ser feliz.