“Me considero un buen padre. Al igual que acompaño a mi hijo en sus fiebres y dolores, también soy capaz de repasar con él durante horas los nombres de países africanos o alegrarme de sus éxitos”, así se expresaba un amigo al hablar de su paternidad y de su hijo.
Me detengo en la figura del padre por dos motivos fundamentales, primero por ser el día dedicado a ellos y, en segundo lugar, porque se ha dibujado un perfil con el que nunca me he identificado. Se dice, con relativa e injusta frecuencia, que el papel mejor del hombre es imponer la autoridad y las normas y no estoy de acuerdo.
El padre suele ser la figura físicamente más fuerte de la pareja, tradicionalmente ha asumido el trabajo fuera de casa y era la segunda línea de afrontamiento de los problemas familiares. Cuando el buen hacer de la madre parecía no dar sus frutos, entonces se acudía a él como la definitiva instancia que daría la solución, pero todo esto ha cambiado.
Es un buen momento para detenernos en otros aspectos presentes en la paternidad y no siempre destacados. Y comenzamos por reconocer los muchos esfuerzos realizados para transmitirnos sus principios, creencias y valores de la vida, por enseñarnos lo que saben y por proporcionarnos los medios adecuados para aprender incluso lo que ellos desconocían o habían olvidado y eso a costa de vivir, en muchas ocasiones, con austeridad personal y de pareja.
Los padres son diestros para trasmitir responsabilidad y seriedad en el trabajo, compromiso con los amigos, fortaleza en la debilidad y capacidad para afrontar las dificultades diarias. Se ha creído que son inexpresivos en el sufrir, adictos al silencio y sobrios en mostrar sus afectos. Sin duda que esos aspectos pueden darse y se dan en diversas proporciones en los padres, pero son insuficientes para comprender en su totalidad esta majestuosa figura de nuestras vidas, porque también siente la impotencia del hijo que no alcanza el nivel de los demás, llora con el dolor y sonríe con la alegría, acaricia en el sueño y dice “te quiero” mirando a los ojos.
El padre desprende orgullo y satisfacción ante el hijo que viene corriendo a abrazarle, protege para encarar los miedos, renuncia a su necesidad por las del hijo, escucha en la adversidad, es paciente en la discapacidad y cariñoso en el diario. El padre espera con los brazos abiertos el regreso del hijo que se retrasa o no llega, muestra con satisfacción las fotografías de ellos, recuerda los primeros pasos y balbuceos aunque hayan pasado muchos años.
La pena de muchos padres es vivir condicionados por estereotipos que no les permiten expresar todo su mundo de afectos, creyendo que es más propio de la mujer y se pierden así la posibilidad de sentirse más realizados en sus emociones. Ser consciente de los errores y de los fallos con nosotros mismos y con los hijos no denota debilidad sino inteligencia, pedir perdón mejora la convivencia y nos hace más accesible. Si nadie nos enseñó a ser hijo ni hermano, sí tuvimos un modelo de padre al que siempre podremos imitar en sus muchos aciertos y, en el caso de los errores, tendremos la posibilidad de corregirlos con nuestros hijos. Héroes de nuestra niñez fueron los padres y tenemos la posibilidad de serlo de nuestros hijos, menudo privilegio, tan solo hace falta que dejemos salir nuestros sentimientos y buenas intenciones.