Hay dolores que nos invaden, padecemos sus efectos y no son fáciles de abordar. No responden a analgésicos, se traducen en sensaciones muy variadas como llantos, tristezas o impotencias y suelen ser resistentes al olvido. Está la imagen del padre o madre que se debate entre la vida y la muerte, apagándose durante semanas y meses sin más comunicación que una mano que agarra o una respiración entrecortada por toses que agotan.
Está el hermano derrotado por un cáncer anárquico y cruel que le deja sumido en la debilidad física y psicológica y que detiene su ciclo vital. El amigo que te mira con ojos perdidos en la nebulosa de una mente confusa por drogas o alcohol, con el tenue y pasajero compromiso de no volver a consumir. También está el dolor que causan las lágrimas del hijo que no encuentra soluciones a sus problemas y se encuentra en un camino sin luz.
Muchos podríamos describir pero es ahora toca mencionar algunas maneras de afrontarlos.
Estos dolores del alma o del corazón figurado son sensibles a las palabras de ánimo y aliento, a achuchones cariñosos, a abrazos desinteresados, a relajados silencios acompañados, a caricias suaves y sin prisas, a paseos dialogados, a miradas y guiños de complicidad, a apretones de manos, pero, sobre todo, al amor sincero que se entrega sin pedir nada a cambio, que hace de la gratuidad su principal seña de identidad.
Es mi deseo sincero que aún en medio de los dolores físicos y del alma sintamos todos los placeres que proporcionan la amistad y el amor, con el convencimiento de que por encima de la debilidad física se encuentra la infinitud del espíritu.