Recuerdo la tarde en la que recibí una llamada al móvil y al responder “dígame” me encontré con la voz suave de una mujer de mediana edad, con acento distinto al extremeño que deseaba hablar conmigo. Nos citamos dos días después y nada más presentarnos, puso su móvil encima de la mesa. Pensé que esperaba una llamada, a los pocos segundos lo miró y guardó. Le dije que si necesitaba algo, que llamara. Me respondió que tiene una aplicación descargada en el móvil que le indica la dirección exacta de la Meca y que le gusta saberlo. Hablamos de sus preocupaciones y de las cuestiones que quería comentar conmigo y terminamos charlando de religión. Nos vimos en seis ocasiones más. Siempre terminábamos conversando de su Dios y del mío.

La segunda persona es un varón metido en los 40 años. Por su nombre y apellidos supuse que sería gitano y no me equivoqué. Llegó puntual a la cita, vestido de negro y entristecido por la muerte de un familiar muy cercano hacía poco más de un mes. Mi experiencia me dice que hablar de la muerte salta las barreras humanas y eso ocurrió. De la pena de la desaparición física de su familiar, pasamos a los pesares de la enfermedad y me habló de sus creencias religiosas. Me manifestó que asiste todos las semanas al culto evangélico y eso le ayuda a afrontar la inmensa pena que siente.

El tercero no es uno sino dos chicos jóvenes que no han cumplido los treinta. Pertenecen a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos días y los conocí, llevado por mi curiosidad, al pasar por la puerta de su Templo. Nos acogieron con amabilidad y nos mostraron sus instalaciones con agrado y cariño. Nos ofrecieron clases de inglés para los niños y pudimos charlar con tranquilidad sobre nuestras creencias. Después de una hora nos despedimos con la agradable sensación de conocer algo más de sus vidas.

Y el quinto soy yo, creyente y miembro de la Iglesia Católica. Contento por pertenecer a ella, dando gracias a Dios por las vivencias positivas acumuladas en mis años y con algunas lágrimas por las incoherencias que poseemos, sabedor que es infinitamente más lo bueno que lo malo.

Al recordar esos momentos compartidos saco varias conclusiones. La primera es que el ser creyente es fuente que nos aporta sentido a la vida. La segunda es que llamamos de maneras diferentes a la Divinidad y a nuestras creencias, pero coincidimos en el mensaje de amor, de ayuda a los demás, de respeto al ser humano y a lo creado. Tuvimos la oportunidad de detenernos en algunas de las dificultades de la existencia humana, en la esperanza de lograr la felicidad y en la inmortalidad del espíritu.

Mi impresión es que estamos satisfechos con lo que creemos, que somos respetuosos con el que no cree o con el que manifiesta sus dudas desde el convencimiento de que tan válido es lo de ellos como lo nuestro.

Somos muchos los que nos acercamos a Dios, a Mahoma, a Jesucristo, a Alá, a Buda… con aspiraciones de ser cada día mejor. El nombre no es lo más importante, sí lo es escuchar al que tenemos al lado, practicar la caridad, la entrega desinteresada, el perdón y el amor. Me acuerdo de los no creyentes y les transmito los mismos deseos.