Esa fue la pregunta de una chica metida en los 30 años a otra en la entrada de un restaurante. La respuesta, “la abuela no se pierde una”. Me quedé algo intrigado, tanto por la pregunta como por la respuesta. Coincidí después con ambas en la espera de mesa y mi curiosidad me llevó a prestar atención a lo que se contaban. La abuela, viuda desde hacía algunos años, era una apasionada de la familia y de ellas dos como nietas. Sonreían con cariño al comentar lo mucho que disfruta cuando reúne a la familia. Se pasa meses ahorrando de su escasa pensión para invitarles en su cumpleaños.
Aprovecho esta anécdota para reflexionar, con respeto y admiración, sobre las personas mayores que en pocos años dejan de ocupar el lugar preferente en la familia y en la Sociedad para pasar a un segundo plano, desplazados por un tiránico mundo en el que domina la rapidez, la eficacia y, en especial, la juventud.
La ancianidad ha perdido en pocas décadas el reconocimiento que la humanidad les había dispensado a lo largo de la historia. Se les deja de considerar seres juiciosos, experimentados, sabios, libres de las pasiones humanas, depositarios de la historia y de las tradiciones, maestros de los grupos más jóvenes para convertirse en viejos. Me resisto a que sea así porque nuestro mundo les necesita hoy tanto como antes.
La tercera edad es otra etapa más de la vida, con sus propias y peculiares características psicológicas, sociales y biológicas. Son seres más vulnerables, con más experiencias vitales, logros alcanzados y dificultades superadas. Han aprendido a mirar el presente desde la satisfacción de los años cumplidos y piensan en el futuro desde la esperanza de ir viendo a los suyos crecer y situarse en la sociedad. Los creyentes cuentan, además, con el deseo de encontrarse después de la muerte con los que le precedieron y con el Dios Padre al que han seguido en sus vidas.
Estas personas nos enseñan a aceptar la fragilidad, a encarar las dificultades, a no perder la sonrisa en el dolor y a seguir confiando en los demás. A todos ellos los necesitamos por ser los que más nos quieren y cuidan y porque dignifican la especie humana. Se merecen los cuidados y atenciones que precisen para mantener, incluso mejorar, su calidad de vida y se podrá conseguir mostrándoles respeto, escuchando sus preocupaciones, recuerdos y sentimientos, preservando el derecho que tienen a vivir desde su intimidad. Es preciso crear un ambiente en el que sea fácil el mantenimiento de la salud física y psicológica, en el que se les anime a conservar su mundo de relaciones sociales, pensando que el aislamiento y la soledad les perjudican.
Debemos expresarles el reconocimiento a lo que han sido, a lo que son y a lo que les espera en un futuro siempre incierto y caprichoso. Dedico esta reflexión a las personas mayores, a las que nos hicieron creer en el ser humano. A nuestros abuelos y padres que nos moldearon desde el amor y el compromiso.