El olfato es uno de los cinco sentidos de los que gozamos la especie humana. No es el más desarrollado, pero nos proporcionan sensaciones que nos transportan a otros tiempos, lugares y compañías. Cada época de la vida tiene los suyos. Si nos adentramos en los recuerdos nos hacen revivir momentos inolvidables.
Recuerdos de los olores envolventes, dulzones y deliciosos de los bizcochos y dulces de las abuelas, que nada más terminarlos se degustaban con algún resoplido de gusto y con la complicidad de una de las personas más queridas a lo largo de los años. El aroma del limón recién exprimido, de la chacina recién embuchada, base de pucheros y guisos. El olor embriagador e hipnotizante de la candela, de la chimenea encendida, que invitaba al recogimiento y ensimismamiento en las tardes cortas y en las noches oscuras del frío invierno.
Olores de cuerpos que se descubren a sí mismos, de existencias que explotan a raudales en la adolescencia, con los aromas artificiales de desodorantes y colonias que suavizan las esencias de las salvajes glándulas sudoríparas. Es el olor de la intensidad, de la fuerza de una especie que asegura su futuro. La adolescencia es fragancia fresca de sonrisas, de contradicciones, de primeros amores, de búsqueda de la propia identidad.
Me atraen los olores de los esfuerzos de los padres y las madres para llevar el sustento a la familia, los del trabajo bien hecho, los del cansancio por la entrega diaria a las obligaciones adquiridas, aunque la sensación física no fuera especialmente agradable. Olores de la satisfacción, del orgullo por la labor realizada, de la madurez y plenitud. Son la esencia de hombres y de mujeres que nos dignifican y llenan de admiración.
Algunos desearíamos no haberlos vivido, pero forman parte de la vida y no podemos evitarlos. El olor fuerte y desafiante de hospitales y residencias, impregnado de preocupaciones, de tristezas y llantos, que proclaman dolores y sufrimientos y también infinidad de alegrías por las recuperaciones de la salud. Los olores de las despedidas que no huelen por estar impregnados de sensaciones de separación, de adioses y lágrimas.
Hay olores refrescantes, regalos de la naturaleza y que no siempre valoramos, como el de la tierra mojada, el del césped recién cortado, el de los campos en primavera, el del fresco de las noches de verano o el de la brisa marina. Dejo para el final de estas líneas el más tierno y bondadoso, el del bebé que comienza a recorrer el camino de la vida y lo hace invadido por el aliento que siempre le acompañará, el de la madre y el del padre que se entregan en cuerpo y alma.
Son infinitos los que dejamos en el recuerdo, muchos agradables y otros no tanto, que nos hablan de las grandezas y miserias de los años que pasamos en esta tierra.