Son las 10 de la mañana de un día marcado por la cita hospitalaria. Lleva varias semanas aguardando y soñando con ella, aunque el miedo le invade por momentos. Estas son las únicas citas en las que se combina apetencia y rechazo. Por fin llegan al hospital, con unos minutos de adelanto, estacionan el coche y se dirigen a la entrada principal. Las puertas correderas se abren y sienten el bofetón de un aire caliente y con un olor penetrante a medicinas. Caminan unos pasos hasta la sala de espera, ni grande ni pequeña, tan solo una simple sala de espera. Hay demasiadas personas, la mayoría están sentadas y mirando los móviles, algunas ojean revistas y periódicos. Otras están en la cola de la ventanilla, con ganas de que les toque el turno para anunciarse y los menos dan pequeños paseos.
Los segundos parecen minutos y el tiempo va haciendo mella en el ánimo de los presentes. Los acompañantes comienzan a entablar conversaciones intrascendentes con los vecinos de asientos y los que vienen de lejos dan pequeñas cabezadas que muestran cierto cansancio y aburrimiento. Los potenciales pacientes acechan, con algo de ansiedad y preocupación, escuchar su nombre en megafonía. Están con las miradas perdidas, ensimismados en sus pensamientos, casi todos teñidos de inquietante pesimismo. Los nombres suenan a lo largo y ancho de la sala y tras ellos se levanta el mencionado para dirigirse a la otra sala, la de pruebas. Por fin el suyo, mira a su acompañante y se despiden. En una media hora supone que estará de vuelta. Arroja la botella casi vacía a la papelera y en la entrada se encuentra con una auxiliar. Respira profundamente, se cruzan las miradas y desaparece tras la puerta. Ahora nota la tensión en su cuerpo y en su espíritu, convencido de que será una falsa alarma.
Llega a un despacho en el que le reciben la doctora y un enfermero. Saludos protocolarios y las indicaciones para la prueba. En menos de lo que pensaba, sin ser capaz de precisar la duración, ha terminado. Se reviste, segunda vez en las pocas horas que lleva levantado, y mira con agradecimiento a los dos profesionales. Estrecha sus manos y regresa a la sala. Le hace una señal a su acompañante y se van. Pocas palabras dialogadas y muchos pensamientos ocultos. Ya ha terminado y ahora a esperar los resultados, pero la impresión ha sido muy buena y se descartan los primeros temores. Se da cuenta de que la vida pende de un inconsistente hilo, de pequeños bultos que pueden hablarnos de quistes inofensivos o del temible cáncer. Dejan el hospital a sus espaldas, lo miran de reojo con una sonrisa de optimismo en las caras, convertidos en otras personas. La fragilidad de la vida nos invita a ser más agradecido, mejor pensado, menos preocupado por cuestiones intrascendentes, más atentos con los que tenemos a nuestro alrededor. Se compromete, para sus adentros, a decir más veces te quiero, a dudar menos de la palabra de los demás, a ser mejor. Las salas de los hospitales nos invitan a encontrar el sentido de la vida y éste es estar en paz con uno mismo, con los demás y el entorno y con Dios.