Tenemos infinidad de miradas grabadas en las memorias y en los sentimientos que corresponden a vivencias personales, familiares y sociales. Recordar algunas nos devolverá por unos segundos a los sentimientos, en medio de tanta perplejidad actual. Comienzo por la de cariño de los abuelos el día que ibas a verlos, cargada de ternura y mimos proporcionados por un amor gratuito y por las arrugas de los años vividos.
Recuerdo la de preocupación de la madre ante la fiebre alta que no baja ante el hijo impotente y con deseos de que no se vaya de su lado o la de satisfacción del padre tras el abrazo del hijo a las puertas del colegio. Me emociona recordar la mirada fatigada de mi madre y la de alegría de mi padre después del nacimiento de los dos hermanos pequeños.
Tengo grabado el brillo de unos ojos enfadados ante la metedura de pata y que, con rapidez salvífica, acompañábamos con una petición de perdón. Ese brillo transmitía disgusto pero también el perdón y una nueva oportunidad. Nos invaden los recuerdos de las miradas apagadas de nuestros familiares que, por culpa de las enfermedades o de los años cumplidos, se despedían convencidos de un amor recíproco y siempre presente.
Tenemos los ojos llorosos de la familia, con las miradas perdidas, ante el cuerpo sin vida del ser querido. Esa mirada encerraba la impotencia del sufrimiento, la rabia de la separación, pero mucha admiración y la esperanza en un futuro unidos.
Repasamos las de amigos y parejas. Está la cómplice del amigo que te avisa de la llegada de tus padres o de profesores cuando estás haciendo algo que no debieras. Contamos la que acompaña al guiño sonriente de la confidencia compartida, cargada de infinitas emociones y de no menos disparates graciosos y cercanos. Y qué decir de esas pupilas dilatadas y apasionadas del amor declarado y que han inspirado tantas canciones y poesías.
Termino con las de los hijos, esos seres que cautivan y marcan la existencia de quién los tiene. Está la acobardada ante la dificultad, a la que se debe corresponder con sosiego y calma, con gestos que invitan al abrazo y a dar ánimos. Permanecen todas las que te recuerdan tu etapa de hijo y que intentas responder de manera parecida a como lo hicieron tus padres, si acertaron.
Existe una mirada que no tuve en mi etapa de hijo y ahora sí la tengo como padre y es la de la hija al que se le deben adaptar los objetivos y demandas porque necesita más tiempo para alcanzarlos. Ésta es de búsqueda, mezcla de intentos y de pequeños logros, y ante ella la única respuesta posible es la que combina pequeñas dosis de cansancio, inmensas cantidades de apoyos y un querer incondicional y eterno. Su mirada es la que mejor refleja la nobleza del alma.