Mi padre es un hombre de campo: además de sembrar patatas, tomates, pimientos, lechugas… ayer me contaba que ya tiene más de cien ovejas, una veintena de cabras, varios cerdos y gallinas, y un mastín. Hasta hace unos meses, se dedicaba a la construcción, pero la falta de empleo en ese sector lo ha llevado al campo. A mí me encanta que mi padre sea así, tan rural y natural. No le gusta salir a comer fuera de casa, dice que donde se ponga el condío de la matanza que se quite lo demás. Odia los centros comerciales, que mi madre le compre ropa y que lo obligue a ponerse traje para las bodas.
Hace tres años, cuando vio que la crisis iba a ser más dura de lo que los pronósticos señalaban, decidió quitar el brasero eléctrico y todas las estufas eléctricas que había en casa y ponerse a hacer picón para volver a los tufos y a la badila. A mí al principio me pareció una gran idea, porque además de ahorrar en electricidad, el brasero de picón calienta mucho más.
Un 6 de enero, día de Reyes Magos, de hace tres años, casi pierdo la vida. No tenía ganas de salir a festejar el día, estaba baja de ánimos y me quedé toda la tarde en el comedor, calentita con el brasero de picón y leyendo “Plenilunio”, de Antonio Muñoz Molina. Terminé el libro al completo ese mismo día, a las 2 de la madrugada. Cuando me levanté del sofá me empezó a entrar un fuerte dolor de cabeza. Pensé que era de haber estado tanto tiempo leyendo sin las gafas puestas. Salí a tomar el aire al corral.
“¡Carooool!, ¡Despierta hija, abre los ojos!” Me decía mi padre mientras me abofeteaba para que recuperase el conocimiento. Yo estaba tirada en el suelo, entre la cocina y el corral, con la cara pálida, los ojos rojos y echando jugos gástricos por la boca. Ese día, si mi padre no se hubiera quedado dormido en el comedor mientras yo leía, si se hubiera acostado antes que yo, probablemente hubiera muerto intoxicada por el brasero de picón y nadie me hubiera podido reanimar.
Desde ese día, le cogí mucho miedo al brasero de picón y mis padres me pusieron uno eléctrico en el comedor de la planta de abajo, para no volver a tener sustos. Sin embargo, el año pasado en Noche Vieja, fui a casa de mi tía, la hermana de mi padre, a pasar en familia ese día tan especial y me encontré con que no había un brasero de picón bajo las enagüillas, sino dos. Me dejaron que me sentase al lado del pasillo, para que corriese un poco el aire, de vez en cuando salía a la terraza, tomaba mucha agua…. pero nada evitó que me pusiera mala. Había quedado para salir con mis amigas y tuve que llamarlas mientras me retorcía en la cama del dolor de cabeza que tenía.
Este viernes, al volver a Arroyo, cometí el error de sentarme, al llegar a casa muerta de frío, al calor del brasero de picón. Por la tarde empezó a subirme un dolor de cabeza que desde el invierno pasado no sentía. Por la noche no era capaz de dormir, la cabeza me estallaba. Me daba miedo desmayarme otra vez y que nadie me pudiera reanimar. Reconozco que me encanta que mi padre sea tan ahorrador y utilice recursos primarios para no gastar electricidad, pero creo que les va a salir más caro mi entierro la próxima vez que me vuelva a intoxicar.