El lunes fue el cumpleaños de mi hermano. Hacía 8 años. Lo celebramos en el bar El Paso, un sitio muy típico de Arroyo para este tipo de fiestas: los niños se comen una baguette o una hamburguesa y se van al parque que hay enfrente a jugar, mientras sus madres disfrutan de la tarta y del café. Yo estaba en la edad intermedia, en la que el protocolo me exigía sentarme a hablar de loterías, deberes de los niños… pero el cuerpo me pedía salir a correr tras la pelota. Y así lo hice. En cuanto vi un pequeño resquicio, me escapé.
Mi madre me había obligado a ir “presentable”, es decir, con leguis, camisa, foulard, botas… Me daba la sensación de que quería presumir de hija universitaria. Yo, en cambio, quería ponerme chándal o vaqueros, con zapatillas y con el gorro de lana nuevo, para no tener que peinarme. Sin embargo, las madres tienen siempre el don de conseguir lo que quieren. De pronto, me vi corriendo tras la pelota, a lo Michel Salgado, como me llamaban de pequeña jugando al fútbol, con unas botas que resbalaban tanto en la hierba que me hacían sentir como si estuviese en una pista de hielo.
Mi hermano estaba encantado. Nunca me había visto jugar al fútbol y, a pesar de que hacía mucho que no le daba una patada a un balón, estaba en mi salsa. De vez en cuando, la suela de las botas me hacía patinar y terminaba rebozada de hierba en el suelo, la camisa rosa se me ponía verde y el bolso terminaba volando por los aires. Los niños disfrutaban conmigo y yo me sentía parte de ellos, como si volviera diez años atrás, dejando a un lado todos los problemas y responsabilidades que trae consigo la edad. Mi madre me reñía, me decía que era más cría que ellos y que esta vez no le tocaba a ella quitar las manchas verdes de la ropa, sino a mí.
Al terminar el cumpleaños, antes de volver a mi casa, pasé por la de mi abuela. Me encontré con la otra cara de la moneda: una mujer mayor, triste, sola… sin ilusión por la vida. Hace un año que se murió mi abuelo y ella no ha levantado cabeza. Desde que él no está, su salud ha caído en picado: apenas anda, no tiene fuerza en la voz, retiene líquidos y se hincha a pastillas. Yo la intentaba animar, pero parecía que no me escuchaba, como si lo único que esperase fuera el paso del tiempo, mirando la televisión desde aquel viejo sillón, que era de mi abuelo, y que le llegase la hora de irse con él.
Salí de su casa llorando. Me dejó muy tocada verla en tan lamentable estado. Me sentí impotente por no poder, o más bien, no saber cómo ayudarla. Hacía un par de horas estaba rebosando de felicidad, recuperando mi infancia, jugando con niños llenos de vitalidad y ahora me encontraba con una mujer sin ilusión, triste, esperando la hora de dejarnos. Lo que ella no sabe es que, esta semana, a la que ha dejado en un sillón, preocupada y sin tener ganas de salir, es a mí, que veo cómo poco a poco se apaga, la pierdo y no puedo hacer nada.