Mi tatuaje de campanilla en el pecho es insinuador, sexy, atrevido. Me lo hice hace tres años, no por la película de Peter Pan, que ni siquiera la he visto, sino por una de las últimas canciones que sacó El canto del loco antes de que sus integrantes se separasen y que aún conservo en el móvil como tono de espera cuando alguien me llama.
Cuando estuve en Nueva York, el verano de 2010, tuve un problema con un ticket del metro que no funcionaba y unos chicos dominicanos acudieron en mi ayuda, haciendo de intermediarios con el idioma. Cuando me lo solucionaron, nos acompañaron a mis compañeras y a mí en el vagón hasta la parada de Time Square. Íbamos hablando tranquilamente hasta que se fijaron, sobre todo uno de ellos, en mi campanilla. A partir de ese momento, Malvin, que así se llamaba, se ofreció a hacerme de guía turístico, a llevarme a la playa, a mostrarme la ciudad, me dio su número de teléfono… pero yo por entonces tenía 17 años, él diez más y cuando me dijo que era del Bronx, me dejé llevar por los estereotipos de barrio peligroso y marginal. Unos días antes de volver a España, yendo a coger el metro de nuevo, yo subía por unas escaleras mecánicas y un chico de piel negra, probablemente también dominicano, bajaba por las de enfrente. Al cruzarnos en un punto intermedio, su mirada reparó en mi tatuaje y en voz alta gritó: “¡Mami, me gusta tu palomita!”. Sin embargo, no fueron estas las dos únicas anécdotas relacionadas con mi campanilla y con chicos negros que recuerdo de aquellos días.
En España, en cambio, nunca me había pasado. Había chicos que se fijaban en el tatuaje y me decían que era muy bonito, pero no les sugería ni me sugerían nada. La maldición se rompió ayer y el culpable no fue un español, sino un griego. Estaba yo en el Burger King de Sevilla, donde estoy pasando el puente, esperando a que me atendieran para comer. Mis amigas estaban orinando. A mi izquierda tenía unos chicos, que pasaban del mostrador a las mesas con bandejas llenas de hamburguesas de un euro y hablaban un idioma que nunca había escuchado. Uno rubio y alto no dejaba de mirarme, esperó a ser el último en coger su comida para ponerse a mi lado. Entonces me dijo: “I like this!” a la vez que señalaba mi campanilla y aprovechaba para mirar mi escote. Yo, que le he cogido manía al inglés porque no me entero cuando me hablan, aunque en esta ocasión sí lo hice, me puse nerviosa y colorada a la vez, más que por timidez, por miedo a tener que iniciar una conversación con mi inglés macarrónico.
Tras preguntarme que si tenía boyfriend a los cinco minutos de estar conversando y yo darle largas como podía, me dijo que era griego y que tenía 18 años. No sé si fue tan directo porque campanilla le sugirió algo, él se llamaba Peter, aunque no era el Peter Pan de mis sueños, se me quedaba demasiado pequeño. Creo que él también se dejó llevar por los estereotipos y cometió un error, como yo con el dominicano del Bronx con el que tanto me arrepiento de no haber disfrutado de Nueva York.