Mi abuela es de esas señoras mayores que tienen la manía de guardarlo todo y no tirar nada. Su piso en Cáceres, en el que estoy viviendo, llevaba cerrado desde el 2009. Todos los armarios los tiene llenos de ropa de cuando estuvo trabajando en Alemania, muy calentita, pero pasada de moda y que ya no es su talla. En la cocina, todos los cajones están llenos de macarrones podridos, latas oxidadas, etc. Ya me avisó mi madre: “Ni se te ocurra abrir una lata, que quieres fideos y te encuentras gusanos”. Y mi tío ya me lo dejó claro con los armarios: “No los abras que se te viene la ropa encima”.
Pero mi abuela sigue sin ceder, se niega a desalojarme la casa: “¿Y si algún día lo necesitamos?”. Supongo que tiene miedo a que la situación empeore y a arrepentirnos por haber tirado ‘cosas’, por llamarlo de alguna forma, que no valen para nada, pero que a ella la llevan acompañando toda la vida.
Tengo una casa entera para mí sola en la que no tengo espacio: mis libros los tengo colocados sobre una cama-mueble, la ropa extendida sobre dos camas pequeñas, la comida, encima de una nevera en uno de los salones, las naranjas, sobre la mesa, el portátil y todos mis aparatos tecnológicos, sobre un sillón y la impresora sobre una mesilla en mi habitación. No tengo lavadora ni puedo intentar arreglarla, porque tiene kilos de ‘zarrios’ encima, así que me apaño con una pila como puedo y con las visitas de mi madre los fines de semana para cambiarme las sábanas.
Nunca pensé que pudiera estar en una casa tan espaciosa con tan poco lugar para mis cosas. ¡Ay, las abuelas y su manía de guardarlo todo!