Me encanta la pasta, sobre todo con salsa cuatro quesos, o formaggi, como la llaman en los restaurantes italianos. Me pierden especialmente los tortellinis, y más si son de una marca francesa que compro en Mercadona, que solo hay que calentarlos unos minutos en el microondas. Están rellenos de espinacas, que nunca las había comido y si mi madre se enterase ahora de que sí lo hago, se enfadaría. Con la de veces que se las he dejado en el plato diciendo: “Las espinacas para Popeye”.
Sin embargo, la carne no es lo mío, soy más de pescado. Creo que empecé a cogerle tirria, por llamarlo de alguna forma, cuando mi padre me contaba que cuando él era joven, si hacía falta porque pasaban hambre, comían hasta gatos. Creo que aquella imagen en mi mente, en la que aparecía Mortadela, mi gata de aquella época, en un plato acompañada de guarnición, me traumatizó y nunca podré superarla.
Si a eso le sumamos que he tenido malas experiencias con filetes de pollo podridos y que ahora ni se sabe qué tipo de carne llevan los productos, como ha ocurrido con algunos que llevaban carne de caballo y no estaba indicado, si no es porque me pierden los langostinos y el bacalao dorado, ahora, que ya hasta como espinacas, me haría vegetariana.