Con todos los buenos días de sol que hemos tenido esta semana, me ha dado por salir a fotografiar con la cámara el peor, el que más frío, lluvia y aire hacía. Conclusión: he tenido que llamar a casa: “¿Mamá, puedes venir este finde a Cáceres para llevarte ropa que hay que lavar?”
He llegado a mi piso con los calcetines empapados, las zapatillas llenas de barro, el bajo de los pantalones del chándal, que me arrastraba, hecho una porquería, hasta con trozos verdes de musgo, de haberme resbalado por las rocas. Por la cabeza, parecía que acababa de salir de la ducha, con el pelo chorreando, el maquillaje desvanecido, goteándome por la barbilla. Pero he de reconocer que a pesar de que temo retomar mi constipado, por tercera vez consecutiva, ha merecido la pena esta tarde por ver copular a las cigüeñas de Los Barruecos en Malpartida.
Sí, suena raro, pero con el mal tiempo que hacía, los únicos animales que se dejaban ver ayer por Los Barruecos eran vacas, que según me explicaba una señora, eran muy reacias por su juventud, algún gorrión, varios milanos bien entrada la tarde, tres o cuatro patos, que surfeaban a la velocidad del rayo, y muchísimas cigüeñas. Y cómo no, a pesar de algún que otro muuuuuuuuu de las vacas, sobre todo cuando comían hojas de los árboles mientras me miraban de reojo muy desconfiadas, el sonido que triunfaba era el gazpacho.
Ayer era un día de estreno, tocaba probar el nuevo objetivo de mi cámara, un 70-300, que como le digo a mis amigas, que no tienen mucha idea de lo que significan esos números (yo hasta hace poco tampoco), si las fotografío con él, les saco hasta los puntos negros que la Clean and Clear no consigue hacerles desaparecer. Vamos, que para las distancias largas, es una pasada. Así que ayer, ya que mis amigas no me dejaban que les sacase las imperfecciones de la cara, le di la tarde a las cigüeñas. Salía a correr detrás de ellas para espantarlas, para pillarlas al vuelo y fotografiarlas, y cuando ya tenía suficientes imágenes suyas volando, tocaba entrar en la parte íntima.
A mí, de pequeña, nunca me dijeron que los niños los traía la cigüeña, probablemente por miedo a mis preguntas extrañas. Ya tuvieron bastante cuando yo preguntaba reiteradamente que si Adán y Eva eran monos, porque no me cuadraba que fuesen los primeros hombres que creó Dios si, según la teoría del origen de las especies, proveníamos de los primates. Sin embargo, no veía a la cigüeña como a una comadrona, como a un animal exótico por los mitos que de ellas se contaban, las veía como ese animal que observaba cada mañana en lo alto del campanario de la iglesia de mi barrio, cuando me asomaba por la ventana; como ese animal que preocupaba a los vecinos cuando llovía, porque con los palos que se caían del nido, atascaba los canales de agua de las casas de al lado; como ese animal que me despertaba con el sonido del movimiento de su pico.
Ayer disfrutaba viéndolas de dos en dos, en sus altos nidos, haciendo el gazpacho, unas encima de otras, como nunca las había visto, como ni siquiera me imaginaba que se hacía. Yo pensaba que eso era solo cosa de gallinas. Ayer pensaba que, ya que los padres se ponen a contar historietas de cigüeñas, con todas las que tenemos en Los Barruecos, no tienen por qué inventarse que los niños vienen de París. ¿Vamos a renunciar a nuestro refrescante gazpacho veraniego por una vichyssoise?