Salir de una conferencia en la que estás sentada en la cuarta fila, justo en los asientos del medio, con diez personas aproximadamente a cada lado y varias decenas detrás, y pasar desapercibida, es prácticamente imposible.
El otro día fui a ver la inauguración que hizo Juan José Millás de la Escuela de Letras de Extremadura en el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Cáceres y, a pesar de sus interesantes reflexiones sobre literatura y periodismo y sus divertidas historias, no era capaz de atender a lo que el escritor decía, tenía un debate interior que no me permitía concentrarme en asimilar sus palabras.
Ir a un acto que dura más de una hora en el que tienes que estar sentada, tras haber estado haciendo deporte y bebiendo abundante agua, y que no te entren ganas de orinar, o simplemente que puedas controlarlo, es tan difícil como ver Los Simpsons y que no te sepas de memoria los capítulos.
El jueves, mientras Millás hablaba a escasos metros de mí, en línea recta, yo me debatía, desde el minuto cinco de su charla, entre saltar por encima de la fila de asientos que tenía delante, de los que colgaba el cartel de reservado y estaban vacíos, o levantar a las diez personas que estaban a mi izquierda, a las que no me apetecía molestar.
Tras veinte minutos, con la vejiga a punto de reventarme, temiendo distraer a Millás si saltaba ante sus ojos para salir de la sala, o que pensase que no me estaba interesando lo que comentaba, opté por hacer el efecto dominó y una decena de personas tuvieron que levantarse de sus asientos como si hiciesen una ola al escritor para que yo pudiese abandonar la sala.
Me dio tanto corte, que no me atreví a volver a entrar.