Ayer tuve uno de esos días en los que no soy capaz de levantarme de la cama, en los que lo único que me apetece hacer es colocarme en posición fetal, tomar el menor líquido posible y el mayor número de analgésicos que esté permitido, llorar a ratos y esperar a que, entre sueño y sueño, vuelva a amanecer un nuevo día. Vamos, que me vino la regla.
Nunca me ha dado por tener antojo de chocolate, ni siquiera me entran ganas de comer, más que nada, por no tener que arrastrarme por el suelo, de la habitación hasta la cocina. Ese esfuerzo, como mucho lo hago para llegar al salón y tirarme en el sofá a ver la televisión, que a ratos hace que me olvide del dolor. Con el buen día que hacía ayer, que apetecía pasear en calzonas y manga corta solo con ver los rayos del sol entrar por la ventana, yo estaba con el pijama de invierno, el brasero puesto a dos fuegos y con una manta arropada hasta la cabeza.
Esta situación suele darse todos los meses mínimo el primer día de menstruación, los otros depende. Ayer me decía un amigo: “Ahora tienes suerte de que puedes faltar a clases si te encuentras mal o venirte a casa si te pilla fuera el dolor, pero ¿el día que estés trabajando, qué piensas hacer?” El día que eso llegue, espero que la imagen no sea importante, porque entre los granitos que me salen por la cara, lo pálida que me pongo, lo mucho que me cuesta andar, el cansancio que me invade el cuerpo y lo reñidos que estarán los puestos de trabajo con tanta demanda… o me dan un día de baja al mes o no duro ni tres asaltos.
Supongo que alguna fórmula debe haber para llevar bien estos días. Yo, hasta que la sepa, seguiré melancólica, llorando por las esquinas, en posición fetal e hinchándome a medicinas.