El primer móvil que tuve, era un Nokia 3410, grande, gordo, pesado, de esos que ahora denominamos ‘ladrillos’. La pantalla no era a color, ni táctil, ni las teclas cómodas para escribir rápidamente un mensaje, ni mucho menos podíamos imaginar que algún día los fabricarían con cámara integrada… pero era un seguro de vida si tenías que llamar a alguien o echar el rato jugando al Snake, porque la batería podía durarte tranquilamente dos días, y si se te caía al suelo, por muchos golpes que le dieses, siempre sobrevivía.
Aún sigue teniendo vida ese móvil, aún lo tengo en casa, con su cargador en perfecto estado y sus auriculares con micro para hablar en manos libres. Está guardado en una caja como si fuera una reliquia, más que nada, porque siempre viene bien cuando tengo que mandar al servicio técnico el mío, que será súper moderno, tendrá dos cámara integradas, pantalla táctil y multitud de aplicaciones y juegos, pero siempre está jodido.
Hace unos días, le compré el quinto cargador, esta vez de los buenos, no de los chinos. Sin embargo, me da la impresión de que no tiene nada que ver dónde compre el cargador, creo que el móvil me los deshace. No sé si lo hace a propósito, si está hecho así para que los rompa y tengas que estar comprando cada mes uno nuevo, o si es que yo sobrecargo el móvil demasiado, que también pudiera ser.
Lo cierto es que antes me sentía segura al llevar móvil, por si me pasaba cualquier cosa, y ahora, si tengo cualquier imprevisto, no puedo dar señales de vida. ¿Qué es mejor, progresar hacia las aplicaciones y los enredos o conservar lo que nos da seguridad?