Mis neuronas han debido de irse ya de vacaciones o, con este calor, simplemente se niegan a estudiar porque se sienten incapaces. Me pongo junto al ventilador, intento sacarlas por las mañanas a despejarse, que hace más fresquito, pero nada, tengo que leerme aún unos doce libros y no dan más de sí. Piensan en piscinas, en gargantas, en playas, en calas… y lo último que les apetece es ponerse a leer, estudiar o memorizar en qué año fue escrito cada libro o de qué tratan.
Estos exámenes de julio están siendo más duros de lo que imaginaba. Se están viviendo episodios en los que, por el calor de las aulas, tenemos que cambiar de clase hasta en cuatro ocasiones, hasta encontrar una que esté lo suficientemente fresquita. Pero aun así, es imposible no manchar un par de folios de gotas de sudor, pues si al bochorno le sumamos la presión de ser la última oportunidad de salvar el curso e intentar cumplir los requisitos para las becas, la tensión aumenta. Porque ahora ya no vale con aprobar el examen, sino que tienes que hacer cuentas para ver qué notas necesitas para superar o igualar el 6,5 mínimo que se requiere.
He visto a universitarios salir llorando del servicio por un mal examen, a otros muy nerviosos porque saben que se la juegan, que, si no tienen beca, el año que viene o terminan la carrera a distancia, si se puede, o tienen que dejarla. Esto, en septiembre hubiera sido diferente, porque en dos meses hasta idiomas hubiésemos podido aprender. Pero en un par de semanas, con este terrible calor y esta tremenda presión, la ley Wert demuestra que solo quiere dar oportunidades y un verano tranquilo a los alumnos de notable y sobresaliente.