Últimamente, las noches que salgo me siento vieja. Veo a las niñas jovencitas con calzonas cortitas, apretadas y subidas hasta conseguir levantar bien las nalgas para estilizar su figura y no puedo dejar de pensar que si fueran hijas mías, no salían así de casa.
Cada día me sorprende más el tamaño de las faldas y calzonas que fabrican, similares a un cinturón. Y qué decir de la poca tela que tienen los vestidos, de lo transparentes que son últimamente, de los escotes que no es que dejen entrever, sino que muestran directamente… que yo algunas veces no sé si me estoy poniendo la ropa al derecho o al revés, porque hay prendas tan ligeras como enrevesadas. Y de los zapatos mejor ya ni hablamos. Algunas en sus CV deberían poner que saben andar con zancos, que, acostumbradas a utilizar tacones de 15 cm los sábados por la noche, a lo mejor en las fiestas de los pueblos o en un circo podrían sacarse un dinero los meses de verano.
Miro a la gente de mi generación y a las nuevas generaciones de chicas jóvenes y se nota mucho el cambio. Como también le pasaba a mi madre conmigo. Cuando yo salía hace unos años, ella me decía que a dónde iba con esas pintas, con esos vestidos tan cortos y con esos escotes. Yo, sin embargo, no tenía la sensación de ir tan ‘despechugada’. Pero ahora he llegado a comprenderla.
Creo que en el momento en el que empecé a mirar al resto de chicas más jóvenes que yo en las discotecas como a hijas indefensas presas de furtivos muchachos fuertes más que como rivales ante posibles ligues, empecé a sentirme más vieja, más fuera de la honda juvenil. Y no sé si deba volver a entrar en ella adaptándome a las costumbres de las nuevas modas o deba empezar a dar un paso al frente, darme cuenta de que en dos días hago 21 años, y que la fase ‘Cuanta menos tela, mejor’, ya me ha pasado.